domingo, 6 de noviembre de 2016

A través del cristal

Microrrelato seleccionado en la Categoría del color Naranja por el jurado del IV Concurso Literario Tono Escobedo para ser publicado en el libro "Los 7 colores del Arcoíris".


Despierto, en calma, para esperar un nuevo día. Hoy parece  que el viento se queja; pues a través de la ventana observo el caer de las hojas que desnudan, poco a poco, los árboles del otoño que quiere volver a sus tonos naranjas. Y, como cada día que transcurre, la veo aparecer tras el cristal haciéndome sonreír y querer, sin más, volar. Deslumbrante y apasionada, también viste de naranja. Baila ante mis ojos atrapándome con la dulzura de sus giros. Y, como por costumbre, se posa tranquila contrastando con el verde de una vieja maceta; haciendo caso omiso del viento que ruge queriéndola llevar tras él.

Alargo mi mano, todo lo que puedo, para poder tocarla. Pero únicamente, siento el frío cristal humedecido por el vaho de la mañana. Ni siquiera puedo incorporarme de esta cama que, impasible, me retiene como espectadora de la vida.

Y la vuelvo a contemplar queriendo acariciarla. Y ella se contonea graciosa ante mi frágil mirada, al ritmo del tic tac de un reloj de pared.
Pasa el tiempo, deprisa o despacio; y mientras, sueño.

El silencio habla.

Algún día podré volar, como ella…

Y besar sus anaranjadas alas de mariposa.

sábado, 22 de octubre de 2016

Vacío invernal






Relato seleccionado por el jurado para su publicación en la Antología "Vivencias" de la editorial Letras con Arte.

Puede que este relato tenga una parte real y otra imaginaria; pero lo que realmente queda en nuestras vidas, es esa esencia que nos dejaron y que siempre deja una profunda huella.

Recuerdo aquel verano en el que las cosas cambiaron de pronto, puede que no encontrasen su rumbo; pues aunque la vida ya se había ocupado de volver, poco a poco, esas cosas al revés, hubo un antes y un después que dejaron una huella en mi vida.

Era el tiempo en el que florecían los geranios en el patio de la casa. Ahora, la habitación del fondo ya no estaba desocupada  ni silenciosa. Alguien se dedicaba a que la radio sonase cada mañana y a leer el periódico casi a diario, descorriendo las cortinas para dejar que la luz se filtrase por los ventanales. 

El viento se mostraba poderoso; haciendo que los abultados geranios, que se veían a través de los cristales, se secasen lentamente por el estío. Y así como el viento iba y venía con sus aires de sofoco, el ritmo de la vida nos sorprendió; de tal manera, que fue invadiendo mi alma dejándola desconsolada.

Pues cuando la desmemoria ocupa una parte importante de la persona, haciéndose dueña de todo su ser, hay un vacío que prospera hasta llegar al invierno; ese invierno que deja atrás el verano en el que, incluso los sueños, se borran sin dejar pasado. Entonces, son las hojas rejuntadas en el patio, las que ya parecen tener frío, o puede que tengan miedo. Ese miedo que nos alcanza dejándonos heridos…; cuando la mente de alguien se escapa por los rincones, sin saber el porqué, o sin atender a razones.

Y eso fue lo que ocurrió aquel agosto. Ese alguien que cada día encendía su radio y desdoblaba el periódico con sus arrugadas manos, era mi abuelo. Poco a poco, sus vivencias desaparecieron bajo el frío y la oscuridad de su percepción. Y aunque aún reía, su risa se agotó despacio bajo las sombras de la habitación del fondo. 

Ni siquiera se oía el runrún de las tertulias que cada día escuchaba; pues aquella vieja radio también moría con él. Y sus recuerdos, dejaron de llenar su soledad haciéndola más profunda o, quizás, más triste; porque lo conocido, ahora se olvidó como si tuviera prisa por alejarse, de él y de nuestras vidas. Así, los placenteros colores que nos regaló aquel verano, volaron…; alterándose, de repente, por colores cenicientos que quedaron.

Pero hoy, ha vuelto a amanecer; y no es poco.


sábado, 10 de septiembre de 2016

Rosáceo infinito







Relato seleccionado por el jurado para su publicación en la Antología "Musas de verano" de la editorial Letras con Arte.


Vivo de una sonrisa…

El todoterreno parecía volar en medio del desierto. Mientras, el aire seco entraba por la ventanilla dejando evidencia de su sofocante calor; haciendo que mi piel resudara por todas partes. El ritmo lento de una canción africana se escapaba por el aparato de radio y yo, imbuida de nostalgia, me dejaba seducir por el color rojizo del horizonte. Y pensé en viajeros de todos los tiempos que, fascinados, habrían sucumbido a todos esos encantos. Nada podía ser más auténtico.

Pasaron horas, y después minutos que parecían precipitarse alocados en la arena, y en la polvareda revuelta por entre las ruedas. Entonces, sentí la euforia del reencuentro. Y miré, otra vez, aquel horizonte que se perfilaba de un tono sutil y rosáceo.

Allá, varias dunas simulaban esconderse y, unos cuantos bereberes, de turbantes negros y mares de tierra, saludaban afables a nuestro paso. Continuamos en esa aventura de descubrir una y más sensaciones a través de aquella feroz sabana, tan áspera y salvaje; pero, a la vez, tan enigmática y sublime; en aquel viaje amenizado por un grupo de avestruces que corrían asustadas, varios antílopes, y unas cuantas gacelas blancas alimentándose con vainas de algunas acacias; y al final del trayecto, solamente quedaba la calma de la espera. El todoterreno se paró de repente y en seco. Los frenos se quejaron dejando su eco en la profundidad del desierto. Una envolvente nube de polvo me rodeó impasible cegándome la visión por completo. Entonces, como un pequeño prodigio, se quiso hacer hueco la tímida claridad. Y en la realidad presente visualicé, entre las palmeras, tu graciosa imagen.

Te vi... triunfé, y corrí hacia ti.
Y el cielo se llenó de un rosáceo infinito.

Un abrazo y, luego, muchos más entretejidos; escapando desatados como los sueltos cordones de mis zapatillas; jugueteando inquietos con tu pequeña sonrisa, sin siquiera querer parar ni por un solo momento. Con mis dedos, revolvía tu pelo; asegurándote que ninguna noche oscura te robaría tus sueños; y tus rizos se entretenían sin prisa, enredados en mis manos. Y de repente, tu risa: espontánea y libre; la que hizo que unas lágrimas provocadas manaran en el árido desierto. Era un encuentro, el nuestro; el que busqué durante tiempo. Ahora, mi corazón no cabía en mí…; por mi regreso a ti, porque ya te sentía dentro.

Y bajo el rosáceo infinito… te quise para siempre.








martes, 30 de agosto de 2016

Nubes viajeras


 

“Tu luz amanece, tu color rompe el día;
 se mezclan ante mi mirar,
belleza especial de candor singular.
Tu olor me llena, me invade…
Toda tú,  clareas en mis pupilas.”



Marruecos, mayo 2010
Podía contemplar el mar; tranquilo, libre de olas. La calma era absoluta. Una paz infinita me atrapaba de modo inusual; nunca me había sentido tan feliz y tan completa. La luz del atardecer caía sobre mi rostro dejando una ligera capa de vapor a su paso. Suspiraba. Por fin, sentía algo muy diferente aunque no pudiera, ni siquiera, expresarlo con palabras.
Desde la terraza de cal tan blanca como lana contemplé de nuevo el mar y las nubes; nubes viajeras estampadas sobre un cielo pintado de azul, recogidas como si tuviesen frío. Y ese cielo tan puro que miraba era de un azul tan etéreo que se me antojó algún cuadro del Romanticismo; que me hizo evocar aquel bellísimo óleo que guardaba, desde hacía tiempo, en mi memoria: “El caminante sobre el mar de nubes” (1818), de Caspar David Friedrich. Cerré los ojos y simplemente me dejé llevar por su viajero…

Miré hacia abajo inclinándome un poco sobre la baranda. La pendiente era sobrecogedora a la misma vez que hermosa: con rocas costaneras que sobresalían como puntas escarpadas; inclinadas unas y otras, esculpidas trazando infinitas formas.
De pronto el tintineo de unos platillos me sobresaltó sacándome con brusquedad de mis pensamientos. Era Karima, la cual servía té caliente con hierbabuena junto con pastelitos de pistacho. Era una tarde perfecta, pensé para mis adentros; no podía ser mejor. Al momento, alguien hizo sonar la campanilla de afuera. Me coloqué las babuchas y entré en la casa sintiendo su vaporoso aliento. Abrí con premura la pesada puerta y mi cara se iluminó entera; mucho más que la luz que había dorado mi rostro minutos antes bajo el atardecer de Tánger.

España, junio 2009
Una brisa fresca liaba las cortinas corridas del salón. Los ventanales permanecían abiertos a la luz de la tarde, de par en par; pues ese día el calor había sido sofocante. Olivia, tendida en el sofá, repasaba unas notas de trabajo mientras sorbía las últimas gotas de un té helado, más bien ya derretido dentro del vaso. Oía las vocecillas de los niños de la casa de enfrente; parecían jugar y sus risas llegaban con un suave eco. Las cortinas se mecían una vez hacia adelante y otra, hacia atrás; distraídas se enredaban creando diversas formas, como si quisieran rehuir asustadas por el viento. Un folio apareció, sin previo aviso, sobre el suelo entarimado; parecía que había sido arrastrado hacia dentro por la corriente. Planeó hasta chocar con las sandalias esparcidas sobre la madera. Olivia se agachó presurosa para cogerlo. Era un expresivo dibujo del mar; un sol amarillo y unas nubes algodonadas; luego, olas azules que arrastraban caracolas marinas y un caballito de mar que destacaba sobre el papel.

7:30
El despertador sonaba con insistencia sobre la mesita. Olivia abrió los ojos. La noche había resultado liviana aunque la previsión había sido de temperaturas nocturnas altas. Se acurrucó entre las sábanas haciendo crujir los muelles agarrotados de la cama. Tenía pereza por levantarse. Sin embargo, el despertador volvió a sonar.

Un café bien cargado sería ideal, pensó mientras se dirigía a darse una ducha. De repente, desde la parte opuesta de la casa, la radio comenzó a silbar como enloquecida y Olivia, deshaciendo sus pasos, cambió de dirección con tan solo un movimiento. Tras breves segundos, estaba metida en la cocina cacharreando y sintiendo el sopor caliente propio de la temporada. Abrió aún más los ventanales y percibió el soplo ligero del aire fresco procedente del jardín. Esperó unos segundos, estática; como queriendo atrapar ese momento. Se giró distraída; quizás, imbuida por el olor del jazmín que crecía sin prisas. Entonces, mientras oía el runrún de las noticias de las 8:10, buscó en la alacena aquel café que había comprado para moler. Y fue el insistente rugido del molinillo, lo que despertó a Olivia totalmente de su letargo; y consideró que hoy todo sería como de costumbre. La misma rutina de siempre y el mismo trabajo; por supuesto nada diferente. La misma gente, los compañeros antiguos y los que habían venido de nuevas. La misma vida bajo nubes viajeras que Olivia veía pasar desde la pequeña ventana de la oficina.

Y uno de tantos días, al regresar a casa, escuchó otra vez las voces de los niños de la casa de enfrente que volvían a jugar con su padre. Se acercó a la verja y saludó con la mano haciendo notar su presencia. Entonces Abdul, dándose por enterado, invitó a la chica a que entrara. Al abrir la cancela, ya ruinosa por el tiempo, Olivia lo observó  mover con gracia una manguera de goma de la que salía agua a borbotones; haciendo que escurriese toda su espuma en una piscina de plástico descolorido, para que de este modo, la presión del agua pareciese acabar en imaginarias olas. Los críos estallaban en gritería; se divertían y contentaban salpicándose unos a otros. Pasados unos minutos, Sami salió de la piscina con todo su pelo prieto en rizos acaracolados. Miró a Olivia con sus grandes ojos y seguidamente, sacó de debajo de una toalla un álbum repleto de dibujos coloreados. Abdul  comenzó a decir que, a Sami, le gustaba el mar. Pero desde que residían en España, nunca habían podido ir, ni siquiera en época de vacaciones.  El niño había nacido aquí, en España. Era el pequeño de tres y a sus cuatro años, preguntaba cómo era; sí, cómo era el mar y si alguna vez lo vería. Por eso, Abdul hacía un sinfín de dibujos para llenar su bloc, el valioso tesoro de Sami: olas marinas, azules y plateadas, estrellas de punta y caballitos de mar, erizos de púas aferrados a rocas o arena dorada sobre conchas rayadas. Y sintiendo el mar con su sal pegada en la misma piel, Olivia sonrió a Sami y se acordó de aquel folio perdido; el que días atrás había llegado vagabundo y por casualidad a su casa; quizás, arrastrado por el viento marino del salado mar. Le toqueteó el oscuro pelo y le dijo que ella también quería ver el mar bajo las peregrinas nubes…

Aquella noche, Olivia soñó con la tempestad y la sal; con embestidas y golpes de arena. Una sensación de desvelo se apoderó de ella haciendo que se sobresaltara bajo las sábanas; y hubo silencio y sombras. Se encontraba sola ante la soledad, abatida; como un barco perdido a la deriva con las velas hechas jirones.
Al día siguiente, se comunicó con Chema. Le pidió, solamente, un pequeño favor. El chico aceptó indulgente, mascullando que Olivia no tenía remedio; pero entre risas y Coca-Cola, acabaron la tarde ideando los planes precisos y ella, prometió ser prudente y traerle un regalo.

A los tres días partían rumbo al mar, el Mediterráneo. Sami miraba entusiasmado por el cristal. Las nubes los saludaban al paso de una canción lenta de Leonard Cohen que sonaba en M80 Radio. Olivia conducía la caravana de Chema atrapada por una emoción de aventura. Su flequillo se alborotaba por el aire inquieto que entraba por la ventanilla.  Y Abdul compartía la felicidad del viaje con el resto de la familia. Mientras cantaba en su idioma nativo, preparaba un té a la hierbabuena en la diminuta cocina.

La inolvidable experiencia de Olivia fue ver a Sami reír. Reír a carcajadas cuando las olas venían y lo atrapaban; sin miedos y sin reparos. Salía corriendo todo empapado, inocente se tiraba en la arena embadurnándose por completo; buscando con agitación  la presencia de ella. Y el aire se llenaba de fiesta y de risas. Ambos se divertían al tiempo que Abdul hacía fotos de todos; de los demás, de Omar y de Noah terminando con mamá un castillo de arena.

Los meses pasaron y Abdul junto con su familia, tuvo que partir a su país de origen. La falta de trabajo hizo que regresaran pronto a Marruecos; quizás, en busca de algo; puede que fuera mejor o peor de lo que ya tenían. Ahora, la casa quedó vacía y derrotada sin la alegría de los niños. La verja quedó desierta; desprovista de hojas y enredadas flores. Incluso los besos que se dieron bajo sus ramas se olvidaron entre sus huecos. Ni siquiera se veía volar a las golondrinas.
Olivia se encontraba sola; sola ante la soledad presente.

Tánger, mayo 2010
La campanilla había sonado con su oscilante tañido, dejando su eco metálico perdido en el horizonte. Me puse las babuchas y entré en la casa sintiendo su vaporoso aliento. Todavía notaba en mi rostro el reflejo dorado del atardecer.  Abrí con apremio y esa luz candorosa se fundió en una sonrisa. Un abrazo y montones de besos; toqueteos de pelo prieto en rizos acaracolados. Era Sami. Me cogió la mano y me pidió, como solía hacer todas esas azuladas tardes, que bajáramos a contemplar el mar. No podía decir que no y, como de costumbre, desde que vivía allí, descubriríamos el mar con sus historias; también las nuestras. Las que Sami y yo inventábamos bajo la luz de Tánger.


                                                                                                          





lunes, 25 de julio de 2016

Nido vacío

Microrrelato

No hemos vuelto a ese nido cargado de besos que un día dejamos. No hemos vuelto a escuchar el susurro del tiempo arrugando, poco a poco y lentamente, nuestros años. Dejamos todo atrás y sin pensar; únicamente partimos arrastrando una vieja maleta por el andén de una estación cualquiera. En ella, viajaron todos nuestros recuerdos amontonados; y todo ese amor contenido gritaba desesperado por esa tierra que abandonamos.  
Una tierra que, ahora, espera ansiosa que regresemos; que sucumbamos al calor de esos encaprichados besos…  los que curan, los que invaden el alma sin siquiera detenernos.






Palabras de café

Microrrelato que obtuvo 2º Accésit en el concurso de Relato Breve "Tono Escobedo"; categoría Generosidad.


Hoy es domingo. Me levanto sin prisa y con una sonrisa; tranquila y aún un poco dormida me recreo a través de la ventana. Unas nubes viajeras me saludan al tiempo que mis ojos se posan en el  frondoso castaño que hay en la plaza. Un viejo músico se cobija bajo sus ramas. Seguramente, amenizará mi mañana con palabras que de amor hablan… Melodías paso a paso aprendidas y puede que atesoradas en su memoria para ahora ser destapadas al viento; al afecto o el desamor de quién las escuche.
Me conmueve la imagen que observo desde mi ventana, tan improvisada quizás, puede que cándida y natural. Entonces, de repente y sin pensarlo dos veces, desaparezco en silencio sin hacer mucho ruido. Distraída y de puntillas me dejo enredar por unos alocados sentimientos que me conquistan sin todavía saber si obtendrán victoria. Nada puede eclipsar lo que siento en este momento.
Minutos después, estoy a su lado bajo la sombra fresca del espeso castaño. Nuestras miradas confluyen sin distinciones ni soledades. Le pongo en sus manos una humeante taza y él me regala baladas que de amor hablan…

Unos tarareos frágiles, pero con regusto a café caliente.

sábado, 16 de julio de 2016

El espectador del viento

Microrrelato seleccionado por el jurado para su publicación en la Antología "Recuerdos" de la editorial Letras con Arte.

Una neblina tímida y espesa se desdibujaba entre las farolas del parque. Ya casi no daban luz, pues parecían morir lentamente y sin compasión. Mateo permanecía aún recostado sobre un desvencijado banco que había encontrado como compañero de noche. Se pasó la mano por el rostro sintiendo su piel como papel; arrugada y áspera, al igual que las hojas esparcidas por el suelo. El desaliento había hecho morada en su alma, haciendo que todavía dudase de la fragilidad de la vida; era como si su interior fuera un nido enredado de pajas, malhumoradas y amargas, que tan solo servían para confundirse aún más sin ninguna caridad. Hacía frío y el viento se quejaba, haciendo que la humedad se acoplara en el ambiente como recién sacada de un paisaje invernal. Con esfuerzo metió una de sus manos, ya medio congelada, en uno de los bolsillos de su escaso abrigo. Palpó el interior como si buscase algo, quizás la esperanza. Notó una cosa pequeña, diminuta, casi imperceptible. Trató de agarrarla con fuerza para que no se escapara, y la sacó despacio pero con acierto. Resultó ser una simple lenteja.

Amanecía, deprisa o despacio, no lo pensaba…y la ilusión regresó de nuevo al imaginar que hoy, tal vez, comería lentejas en el albergue de la esquina. Y recordó, de pronto y sin aviso, aquel sabor casero al puchero que su madre le ponía sobre la mesa. Entonces, tropezó con una conmovedora imagen en su cabeza: cuando de niño, se ponía junto a ella contando las lentejas que después, durante toda la noche, se mantendrían en remojo; y aprendía a sumar tarareando cancioncillas infantiles que se enseñaban en la escuela. Y la vida era otra; tan diferente que, solamente aquel recuerdo de antaño, le hizo llorar sobre el desvencijado banco tan triste, tan frío. Ambos, solitarios espectadores de los recuerdos; de los momentos sublimes cargados de sensaciones, que volvían una y otra vez a su mente.

Y vio la luz del amanecer que sonreía para él y para el parque; haciendo que la neblina se perdiera, poco a poco, en el olvido de una claridad de tonos azules. Observó aquella simple lenteja sobre la palma de su mano, y decidió devolverla a su lugar de origen: su ajado bolsillo del abrigo.

Entonces, contempló de nuevo el cielo y todo…
Ahora, hasta la queja del viento, parecía más bonita que nunca.



lunes, 20 de junio de 2016

Por la calle... entre hojas

Por la calle...
Las hojas se vuelven amarillas y ocres con el paso lento del otoño incierto que envejece con el tiempo. Revoltosas embeben el vaho del suelo y aromas desprenden al azul del cielo.
La lluvia moja mi rostro de niña, arruga y cala las hojas secas que caen mudas sobre la acera.
Camino absorta entre gente y prisas. No veo a nadie que siquiera  pare a mirar al mimo en la calle Vieja. Con su cara pintada hace gestos al aire y sus ojos vacíos  se nublan y pierden en cansadas lágrimas que en rostro de cera conserva marcadas con pinturas añejas. Nadie se fija en el pobre mimo ni en aquel viejo músico que en un rincón canta bellas canciones que de amor hablan.
Al ir avanzando percibo cerca aromas diversos que recuerdan a invierno. Aquella muchacha que mis ojos contemplan, solitaria y tímida bajo desnudas ramas.  Resguarda sus manos en delantal negro que cubre su falda de paño y lana. Con arte desliza cucuruchos de plata que llena y rellena de castañas asadas.
El antiguo café luce repleto con sus lamparitas verdes y cortinas a juego. Chocolate caliente y bollitos de miel, con presteza se sirven en mesitas redondas de color pastel. Advierto el bullir desde el ventanal e imagino tertulias del vivir diario que entretejen poemas, palabras y versos de temas sinfín.
Pero… ante todos escapan, el mimo, el músico… la castañera.
Lenta cae la tarde sobre la existencia, confusa, extraña para mí y demás gentes que transitan la calle sin pensar en nada. La lluvia cae sobre mi paraguas. Sus finas gotas resbalan torpes, caen perdidas sobre el empedrado. El tiempo pasa sin que me dé cuenta, envolviendo todo de espesura y bruma. La humedad asola la calle Vieja, dormita, ya la noche sigilosa asoma.
Las hojas mueren bajo mis pisadas, forman un manto sobre la calzada.
El triste mimo recoge su caja que apenas guarda monedas doradas. La joven muchacha se pierde a lo lejos y el bohemio músico llama a su perro, juntos se marchan con su guitarra. Recorren la calle, la calle Vieja, entre hojas granates, amarillas y ocres.                                        


miércoles, 25 de mayo de 2016

Latidos de color lavanda

“A veces se ve algo cien mil veces, antes de verlo por primera vez”.

Christian Morgenstern




Era un día como cualquier otro, cotidiano y de lo más normal. Nuevamente amanecía con sus luces y sus sombras, con sus reflejos de azules disipados sobre tonos levemente dorados. Hoy, seguramente saldría otra vez el sol, pensó, mientras se alisaba con un peine unas mechas encanecidas por el tiempo. Después, se abrochó los botones de la camisa de rayas y se volvió para mirarse en el ovalado espejo de la pared. Habían transcurrido años como polvo acumulado en décadas y ni siquiera se percató, ni un solo día, de lo bonito que era el amanecer… tan lejos de su añorada tierra.

Se giró despacio y caminó, arrastrando sus zapatillas viejas hasta la balconada. Entonces, observó con atención cada detalle. El cielo se presentaba tranquilo, sereno y sin nubes; como queriendo dar paso a una orquesta de trinos de pajarillos congregados en los árboles plantados en el jardín. Aparecía raso, de un azul añil como evaporado; y en el horizonte, de una manera progresiva y espectacular, resurgían unas pinceladas de pequeños toques de oro que se escurrían entre los azules.

Era su amanecer. El de ahora y el de su infancia, el que asomaba en todos sus cuentos de niño; porque se daba cuenta, de lo importante que le resultaba en este mismo momento despertar a un nuevo día que adquiría, poco a poco, suaves tonos lavanda. Pues había visto, en cantidad de ocasiones, amaneceres como ese, uno tras otro; pero hoy, lo contemplaba de un modo diferente. Y empezó a silbar sin más; esta vez, acompañado de un coro de trinos que amenizaba el comienzo de la mañana en su jardín, todavía sin flores.

Se sentía solo, perdido en una ciudad ajena y esquiva a sus vivencias. Sin embargo, amanecía de nuevo y eso importaba más. Y, como sinfonía de la vida, pensó que aún quedaban por tocar los muchos acordes que traería su música; sin desalientos y sin ninguna tristeza.

Un fondo dorado brillaba engalanando la suavidad del cielo, tan puro y, ahora, tan extrañamente cercano. Sus ojos latían ante semejante belleza, hermosa y, a la vez, rara y caprichosa. Entonces, se acordó de ella…

Evocó su chispeante risa, la que hacía estallar como pompas de jabón esparcidas por la habitación, cuando venía corriendo detrás de él para atraparlo en su abrazo. Cerró los ojos y, así, retuvo su sonriente semblante y el sonido de su voz por un instante; pero se desvaneció poco a poco, como las sombras oscuras del cielo que daban paso a la tenue luz de las primeras horas del día. Y le pareció acariciar su preciosa melena, enredada como si fuera un nido de ramas amontonadas, alocadas; al aire, al viento y a los suspiros, que morían en el vuelo lejano de la ausencia.


Aquella mujer que se levantaba al amanecer para preparar la tierra, aprovechando la humedad, después de alguna tormenta, para hacer surcos y sembrarlos luego, sin siquiera descansar; que resguardaba sus manos en su mandil con olor a lluvia. Esa imagen, ahora, se deslizaba por sus pensamientos tiñéndolos de profunda melancolía. Y esa tintura de amor se entremezclaba con ese amanecer, que seguía observando como si fuera por primera vez. Olía de nuevo a campo y a pan recién hecho. Y el olor del aire de su ciudad era ahora, fresco y limpio, alterado únicamente por el dulce aroma de su alejada tierra; aquella que cultivaba su madre cuando era pequeño. Cuando el latido de sus ojos le decía que lo seguía queriendo. Sí, deseaba esa vida que a veces fue mucho y a veces menos que nada… Porque aunque hay cosas que pueden ser irrecuperables, eso hace aún más valioso y único el recuerdo.

Y dejándose preso del amanecer, cogió su violín y empezó a tocar.














domingo, 1 de mayo de 2016

Molinos de cal y espuma

Es sábado por la tarde y en un lugar de mi biblioteca he desempolvado una historia que leí hace tiempo, en mi época de instituto. Una historia que me dejó huella y, en algunas ocasiones, me hizo reír tumbada bajo los árboles de mi jardín. Recuerdo que, aunque para muchos resultaba una lectura aburrida, o quizás, cargante y fatigosa, para mí fue de lo más divertida. Aún sigo pensando igual, a pesar de los variados sucesos que resultaban del todo imposibles, o puede que hasta inverosímiles; pues este famoso hidalgo me resultaba sorprendente y extraordinario. Y sea como fuere, siempre permaneció en mi recuerdo.

Tumbada bajo las desiguales ramas de mi jardín, donde empiezan a brotar las hojas que darán sombra en el verano, pienso en qué haría ahora Don Quijote al ver los molinos que, en otro tiempo, para él fueron gigantes, cobardes y viles criaturas. Sí. ¿Qué haría con ellos? Y repasando, de nuevo, este mundo donde la tecnología y los avances nos dominan por doquier, pues adondequiera que miras allí aparece un móvil y un sinfín de cosas más, Don Quijote fantasearía o enloquecería otra vez; porque vería que los molinos ya no son esos gigantes con los que quería hacer batalla, sino drones volando hacia él sin compasión alguna. O pudiera ser que los creyera descomunales robots emprendiendo ofensiva en aquellos sedientos campos de La Mancha. Y de repente, evoco al ilustre hidalgo, valiente y heroico, montado sobre Rocinante y dando aquellas mismas voces a su escudero Sancho para que se pusiera en oración al entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Sin embargo, mi imaginación tiene una nueva opción, una muy diferente a la primera y que no quiero dejar escapar junto a la fresca brisa que corre suelta por entre las ramas. Pretendo especular que, a pesar de los progresos de este siglo en el que vivimos y en los que Don Quijote se sentiría sobrecogido por los molinos convertidos en drones, o en qué se yo, hay algo más profundo; algo que supera por mucho a su fantasía, locura o cordura, sensatez o chifladura; y que siempre perduró en su interior a lo largo de sus caballerescas andanzas.

El amor que su corazón retuvo en todas sus aventuras…

Y como el sol del atardecer detenido en mis pupilas, imagino a Don Quijote cabalgando junto a su escudero Sancho. La tarde, también cae indiferente sobre los campos de Castilla mientras que ellos, conversan animadamente, como solían hacer antaño. Entonces, en el horizonte divisan unos cuantos molinos con sus aspas en movimiento; saludando al viento que se lleva tras de sí las nubes. Los ven en la distancia, inalterables; blancos como la cal y la espuma de sal, dibujándose sobre el infinito paisaje. Y Don Quijote abre asombrado sus ojos: ya no ve desaforados gigantes, sino bellas damas de delantales blancos. Y así, irresistible, vuelve a resurgir el amor en toda su esencia; aquel amor que sentía por la hermosa Dulcinea y que hizo que, otra vez, pensara en ella.

El molino era ella, señora de sus pensamientos, de sin par y sin igual belleza; que con sus dulces ojos, semejantes a ventanas abiertas de par en par, lo avistaba en la lejanía montado sobre Rocinante. Y las aspas en agitación al viento, eran sus apasionados brazos que lo querían abrazar con anhelo; para no olvidar a un hidalgo que anduvo del todo enamorado. Y la puerta que se abría y cerraba, eran sus jugosos labios encendidos por los últimos rayos de sol; que pronunciaban su nombre de héroe valiente. De manera que Don Quijote, cuerdo o loco, embelesado por los molinos o encantado por sus propios delirios, ya no sentía la dolorosa tristeza por la ausencia de su amada Dulcinea; pues estaba frente a él, lozana, serena y princesa de sus ensueños. Y tras el viento que iba muriendo, poco a poco, y ya no hacía voltear las aspas, desaparecía su melancolía. Porque un caballero andante sin amores, era como árbol sin hojas y cuerpo sin alma.

Y así, me imaginé a Don Quijote, lleno de pasión y ternura; cercando y asediando aquellos molinos blanqueados de cal que embellecían los pajizos campos. Enamorado como el cielo de sus estrellas, legítimo caballero e hidalgo, contendiendo contra ellos por amor; su único amor.

Ese amor del que nunca, loco o cuerdo, escapó.


miércoles, 27 de abril de 2016

Como caracola de nácar

RELATO FINALISTA EN EL I CERTAMEN DE "RELATO BREVE" CONVOCADO POR EL AYUNTAMIENTO DE SESEÑA (TOLEDO).-
El cielo comenzaba a teñirse de tonos lavanda. Una nube se desplazaba lenta como acompañando al ligero viento del atardecer. Habían transcurrido décadas que me parecieron un mundo encerrado en su concha. Ahora, estaba en la casa grande, la familiar, la que fuera entonces de mis abuelos. Regresaba al pueblo tras años difíciles en la ciudad. Miraba por la ventana sin ver nada mientras un tenue rayo de luz asomaba tímido por una de sus rendijas. Abrí un poco más las contraventanas y sentí el olor de antaño de las aromáticas flores que adornaban la balconada. Y entonces, vi a mi abuela en aquella ventana, con su moño relamido y su vestido de paño, regando los rojos geranios que crecían despreocupados. Las imágenes acudían a mi mente como los colores de un cuadro de Manet, arremolinadas en fragmentos de una vida vivida.

Hundí las manos en los bolsillos y sonreí por dentro, por fuera. Y volví a evocarla girándose hacia mí para cogerme en volandas, de modo que me pudiera subir en la pequeña banqueta que estaba próxima a la ventana. Juntos, nos asomábamos y veíamos la calle todavía desierta. Y me encontré de nuevo con su dulce gesto y toda su gracia al revolver, con su mano, mi pelo. ¡Qué fácil era la vida cuando se era niño!
Permanecí un rato como si estuviera anestesiado por la añoranza. Mis ojos, ahora vidriosos, se cerraron de pronto escurriendo lágrimas flojas. Sentí que mi corazón daba un salto atrás y lloré por dentro, por fuera; tanto que casi me desbordé por los recuerdos.
Y seguía parado frente a aquella ventana empolvada por el tiempo, cuando tras las apretadas flores, esperábamos al abuelo. La emoción trepaba por mis adentros como un caracol atrevido. A veces, los minutos se hacían eternos por la demora; quizás, la jornada en el campo había sido de intensa faena. Pero al fin, aparecía su delgada figura ataviada con un sombrero de paja, que nos saludaba en la lejanía. Al acercarse, su risa y su voz tenían algo deliciosamente libre, como el viento desatado entre las peregrinas nubes. Y yo, ayudado por mi abuela, bajaba rápido de la banqueta dejándola medio tirada en el suelo, corriendo a cobijarme entre sus ansiados brazos.
Olía a hierba recién cortada, a campo y estío; a sol y espigas entrelazadas. Entonces, me cogía y me contaba historias de la fuente vieja donde solían parar a menudo los jornaleros a  refrescarse; a charlar de sus cosas entretenidos y, otras veces, me relataba el duro trabajo que hacían para reunir el ganado en los pilones que servían de abrevadero.
Pensé que, quizás, el tiempo curaría la ausencia. Sin embargo, no fue así. Tampoco era así en el presente. Me marché del pueblo buscando algo diferente y nuevo, puede que incluso mejor. Pero tras los deseados anhelos, me sorprendieron los mayores desvelos; y descubrí que lo que andaba buscando con tanto afán, se perdía poco a poco en ilusiones vacías y vanas.
Aquel pelo que revolvía con gracia mi abuela, había encanecido de manera rápida y precipitada, sin avisar siquiera. Incluso mi piel se mostraba arrugada por el silencio de la distancia. Y en mi soledad, rememoraba las callejuelas aún relucidas por las farolas donde los enamorados paseaban sus tardes. Y soñé otra vez la plaza, la Mayor; con sus jardines de enredadas hojas donde, de la mano, me llevaba mi abuelo; y saludábamos a Floro que regentaba un café, y a su perro Nelo que se tumbaba en la acera para dejarse acariciar por los últimos rayos del sol.
Entonces, nos sentábamos en un banco y despacio, me daba la merienda de pan y chocolate contemplando ese sol que moría entre las luces y sombras del oscurecer. Escuchaba su voz que me regalaba cuentos de fantasía y me hacía sentir el héroe de sus palabras. Y así, fueron desapareciendo los pañales y los balbuceos a medianoche, pues tras la inocencia de aquellos días, me hice mayor creciendo en Seseña. Mi pueblo, ahora, breve y ajeno de mis raíces; del que un día me despedí sin siquiera decir adiós tras los ventanales.
La nube que se desplazaba lenta como acompañando al ligero viento de la tarde, ya había desaparecido por completo, no quedaba vestigio de ella. Se había olvidado de dejar en el cielo su huella; como la realidad presente, pensé. Ya no quedaba casi nada de antaño, ni mis abuelos que me criaron habían durado, ya no existían; pues nada dura eternamente por ahora y los momentos pasan, a veces, sin querer aprovecharlos. Quizás, las desvaídas fotos colgadas por las paredes, eran lo único de un pasado que fue y que, todavía, después de tanto tiempo, quedaba prendido sobre el recuerdo.
Miré a mi alrededor, intentado sobreponerme a la inmensa tristeza que me inundaba, como si fuera una caracola abandonada en la arena; desnuda, abatida por olas de espuma que se despedían regresando al mar.
Había vuelto para subsistir y, al ir abriendo todas las contraventanas, una luz diferente alumbró la estancia y toda la casa entera. Podía empezar de nuevo y vivir de sueños; pero de aquellos sueños que forjaron mi realidad, en esencia mi verdadera historia
Como la caracola, imaginé; que en la playa dorada, dejaba brillar su concha de nácar.

                                                                                  

sábado, 16 de abril de 2016

Hilvanes de amor

RELATO QUE HA OBTENIDO EL PRIMER PREMIO EN EL CONCURSO LITERARIO DE "RELATO BREVE" CONVOCADO POR LA ASOCIACIÓN DE PARKINSON DE ASTORGA, LEÓN. 

Generación tras generación.

Tras los ventanales, Fausto observaba clarear tras el descanso abrigado de la noche. El cielo se hacía visible, silencioso, a medida que los minutos pasaban. Mientras, sujetaba una humeante taza de café caliente, negro y espeso, sin apenas azúcar y, despacio, daba pequeños sorbos saboreando ese aroma tostado que le gustaba tanto.

Amanecía lentamente, cuando descubrió a un gato que cruzaba la calle y desaparecía por una ventana medio rota. Se giró y volvió a mirar hacia la estufa de petróleo que calentaba la estancia. Todavía era temprano y hacía frío, pero había que empezar a unir los paños entrelazando el hilo que ya tenía preparado sobre la mesa de trabajo. Se acercó sin prisas, dejando la taza cerca. Y al tocar las telas, sintió de nuevo placer; ese goce que había experimentado desde niño, cuando se asomaba al taller y oía como su padre y su abuelo Lesmes charlaban al tiempo que daban pespuntes seguidos e iguales, uno tras otro, hasta terminar el encargo que tenían pendiente. Podía ser un traje, un pantalón o quizás, un chaleco cualquiera. Recordaba que eran muchos los clientes que se dejaban los duros por tener un traje a medida y bien hecho. Desde luego, el taller de costura tenía fama en la capital y su nombre era anunciado en el mejor diario nacional. Aquel recuerdo siempre lo emocionaba tanto que, a veces, dejaba caer una lágrima escurrida y floja. Pero, lo interesante de todo aquello era que él había conservado esa esencia de antaño, estando al tanto de todo, (novedades incluidas); siempre absorto en los entresijos de los muchos tejidos que pululaban revueltos por los estantes.
Abandonando el recuerdo, cogió una aguja y empezó a coser…

2015

La actualidad.

La esperanza es la necesidad en la que vivo.

El querer hacer algo logra que se realice, se decía Fausto positivo. Se preguntaba qué es lo que le ocurría últimamente, puede que no se concentrara ya como antes, pues los años habían transcurrido como un suspiro; velozmente y sin aviso. Ahora, el sastre distinguido, maduro, se encontraba en el ocaso de la vida. Sin embargo, aunque seguía confeccionando como entonces, sentía que tras cada hilván aparecía un temblor; tras cada remate, un movimiento rítmico y asustado jugueteaba con sus dedos sin ninguna explicación. Incluso, a veces, no conseguía enhebrar siquiera una simple aguja. Tenía que parar, pues ya no podía; lo posible se hacía imposible. Quizás, la siguiente vez lo conseguiría, ya que nunca se daba por vencido. Pasada la tormenta de la decepción, habría nubes nudosas; pero después, aparecerían los claros entre medias y, de nuevo, afloraría la ilusión, puede que como esa primera vez.

Quiso comentarlo con Marina durante el desayuno, pero sonó el teléfono y ella, curiosa e impaciente, no dejó de hablar durante más de media hora. Era doña Petra, la farmacéutica, que llamaba con el motivo de encargar otro traje de franela para su marido y, con la excusa, ya puso a Marina al corriente de todos los acontecimientos acaecidos en el barrio durante los últimos días. Fausto, vencido por la indiferencia, abandonó la cocina marchando tranquilo para su taller, pensando en si esta vez, quizá llovería o, tal vez no.

Cuando llegó, pulsó el interruptor. Un charco de luz procedente de una lámpara atrapó con su  reflejo toda la estancia, y él se sintió bien, como una mosca retenida en un tarro de dulce miel. Y no quiso pensar, pues la vida era tan hermosa que quiso continuar en ella.
Y aquel fue solamente el comienzo de una larga enfermedad…

Era lunes y sintió rigidez en sus manos. Quería recoser un viejo chaleco de pana verde que ya casi no servía para nada; casi como yo, pensó abatido. Hoy, la tristeza lo había cogido por sorpresa y se lamentaba aturdido, olvidado entre las telas. Marina, aquella mujer diminuta que se había casado con él con un ramo de margaritas, apareció de pronto trayendo un caldo reciente. Se acercó a él y acarició sus sienes, posando los labios en una de sus mejillas. Ahora, ella le ayudaba con los pedidos y, precisamente, traía una gastada libreta para mostrarle los últimos encargos que había anotado en letra de molde. Unos cuantos pantalones para don Fabián y un traje de cuadros para don Sebas, el cual tenía una próxima boda de alto copete. Y claro, todo eran ya prisas sin siquiera poder hacer algún que otro descanso; puede que para mirar las estrellas amontonadas en el firmamento.

Y a Fausto volvieron a temblarle las manos, haciendo que la costura, tan fácil y placentera se convirtiera en tarea frustrante y desesperada. Incluso, beber ese caldo caliente le parecía, ahora, difícil e irrealizable. Y Marina le rodeaba el cuello con sus pequeños brazos y susurraba en su oído palabras de amor…

No es el fin, mi amor… no es el fin. Tan solo es el principio de una aventura.

Los meses pasaron y ya tenía diagnóstico: un trastorno degenerativo del sistema nervioso central conocido como Parkinson. Era una enfermedad crónica y progresiva, por lo que, lógicamente, sus síntomas empeorarían con el paso del tiempo. Fausto, tras unas gafas redondas que no le pegaban, miró con fijeza al médico de bata blanca que tenía delante. Y de pronto, como un soplo de aire fresco, sonrió al tiempo que estrechaba una de sus cálidas manos. Se despidió con alegría; vital como un niño cargado de un montón de sorpresas.

Regresó a casa en sosiego, como si estuviera en un estado de paz y letargo. Iba agarrado del brazo de Marina, dejándose distraer por las nubes que asaltaban el cielo. Puede que hoy volviera a llover, pensó. Entonces, consultó su reloj de cuerda que guardaba en el bolsillo derecho del pantalón. Todavía era temprano y había mucha faena. Y sin aviso, una lluvia fina empezó a caer despreocupada, creyéndose ajena a sus íntimos pensamientos. Y así, eran los sueños de antes los que volvían a revolotear traviesos en su cabeza, dejando atrás, muy lejos, los temblores y las desazones que se escurrían como gotas por los rincones.

Intentó enhebrar con cuidado una fina aguja, aun sintiendo esa culebrilla agarrándolo sin compasión, pretendiendo asustarlo de nuevo.  Pero ese tembleque persistió y esa culebrilla lo consiguió, pues el fino hilo no pudo siquiera traspasar el ojo de la aguja que, una vez más, caía derrotada perdiéndose en un abismo de hilos descolocados. Y las horas pasaron atropelladas en aquel taller de vigas bajas; en aquel lugar de telas sumidas en una costura intemporal; sin que, por lo menos, Fausto pudiera coser dando puntadas aunque fuera, solamente, al revés.

Invierno

El frío había aparecido en forma de prematura nieve. La estufa de petróleo casi no calentaba o, por lo menos, no se percibía su calor. Con mucho esfuerzo, Fausto envolvía el último pedido que Marina llevaría a doña Casilda. El papel se resbalaba entre sus dedos como queriendo escapar; pero con voluntad, al fin logró hacer el paquete, anudándolo como de costumbre. Suspiró de manera profunda. Se sentía muy cansado ya que, apenas, había dormido siquiera unas cuantas horas; era propio de la enfermedad, lo sabía. Aun así, se frotó nuevamente los ojos y se puso aquellas gafas redondas que no le pegaban nada. Cogió con dificultad el envoltorio y se dispuso a echar un pie hacia delante para emprender el paso. Marina estaba esperando en la casa. No podía demorarse más.

La llave giró sobre la cerradura abriendo la pesada puerta, dando lugar a un espacio de retratos antiguos acomodados sobre un mueble de caoba que adornaba el vestíbulo. Una lamparita encendida decoraba la estancia dejando su tenue luz esparcida por las paredes.

Y aquel bulto por encargo se dejó caer en la alfombra, haciendo que Fausto se sintiera apurado y en un estado de sobresalto. Colgó su abrigo en un perchero que parecía caerse por estar lleno, y se quitó la bufanda y la gorra de lana al tiempo que llamaba a Marina arrastrando las palabras.

Nada era ya igual; pero sí podía hacer que, al menos, fuera un reto a superar cada día, cada minuto y cada segundo en una vida dificultosa. Todo era posible con una actitud positiva, ¿por qué no? Todavía quedaba fuerza moral para continuar. Aun así, Fausto luchaba por que su ilusión no se desvaneciera ni se perdiera entre dolores y sensaciones extrañas, como cuando los hilos se esconden entre el tejido y se hacen completamente invisibles. No, no quería eso para él ni para Marina que se preocupaba constantemente. Quería que fuera como antes, como cuando bajaban al río a pescar y se sentaban sobre las piedras a conversar; y contaban las hojas de las margaritas para ver si se seguían queriendo, para descubrir entre risas que todavía era cierto.

Ese día, después de que Marina regresara de hacer el recado, se sentaron juntos a la mesa, como hacían siempre, por rutina. El mantel de cuadros rojiblancos lucía como de costumbre. Un estofado de carne con un excelente vino apetecía en un día tan frío, pero había otra dificultad añadida. El alimento se acumulaba en la boca, pues a Fausto le costaba tragar debido a que los músculos funcionaban con menor eficiencia. No obstante, lo volvió a intentar y no se rindió. No se permitía otra opción. Tragó ayudado por un sorbo de vino tinto. ¡Estaba realmente delicioso! Y sonrió pintando en su rostro un gesto de felicidad. Y ambos se miraron (él con parpadeo lento), como hicieron en otra época, como hacían ahora; llenos de amor y ternura, con complicidad; porque la vida, aun siendo tan imperfecta, quisieron continuar en ella.

Vendrían días amargos con sus penas y desalientos, pero el amor de Marina compensaría todo. ¿Qué era la belleza del amor sino eso? La comprensión de aquella mujer, tan querida y amada, que cuidaba con esmero cada paso que él daba, cada ojal que se abría entre las telas, como una herida que se hacía dentro del alma. Aquella mujer que, con sus palabras de ánimo, curaba los mayores de los desvelos. Ella era, el motor que cada día con sus nubes, y cada noche sin, quizás, sus brillantes estrellas, permanecería a su lado empujando su vida; la de él. Aquel hombre de ojos cansados tras redondas gafas del que se enamoró deshojando margaritas silvestres. Aquel joven al que un día se le ocurrió nacer entre las telas de un taller de vigas bajas.