martes, 30 de agosto de 2016

Nubes viajeras


 

“Tu luz amanece, tu color rompe el día;
 se mezclan ante mi mirar,
belleza especial de candor singular.
Tu olor me llena, me invade…
Toda tú,  clareas en mis pupilas.”



Marruecos, mayo 2010
Podía contemplar el mar; tranquilo, libre de olas. La calma era absoluta. Una paz infinita me atrapaba de modo inusual; nunca me había sentido tan feliz y tan completa. La luz del atardecer caía sobre mi rostro dejando una ligera capa de vapor a su paso. Suspiraba. Por fin, sentía algo muy diferente aunque no pudiera, ni siquiera, expresarlo con palabras.
Desde la terraza de cal tan blanca como lana contemplé de nuevo el mar y las nubes; nubes viajeras estampadas sobre un cielo pintado de azul, recogidas como si tuviesen frío. Y ese cielo tan puro que miraba era de un azul tan etéreo que se me antojó algún cuadro del Romanticismo; que me hizo evocar aquel bellísimo óleo que guardaba, desde hacía tiempo, en mi memoria: “El caminante sobre el mar de nubes” (1818), de Caspar David Friedrich. Cerré los ojos y simplemente me dejé llevar por su viajero…

Miré hacia abajo inclinándome un poco sobre la baranda. La pendiente era sobrecogedora a la misma vez que hermosa: con rocas costaneras que sobresalían como puntas escarpadas; inclinadas unas y otras, esculpidas trazando infinitas formas.
De pronto el tintineo de unos platillos me sobresaltó sacándome con brusquedad de mis pensamientos. Era Karima, la cual servía té caliente con hierbabuena junto con pastelitos de pistacho. Era una tarde perfecta, pensé para mis adentros; no podía ser mejor. Al momento, alguien hizo sonar la campanilla de afuera. Me coloqué las babuchas y entré en la casa sintiendo su vaporoso aliento. Abrí con premura la pesada puerta y mi cara se iluminó entera; mucho más que la luz que había dorado mi rostro minutos antes bajo el atardecer de Tánger.

España, junio 2009
Una brisa fresca liaba las cortinas corridas del salón. Los ventanales permanecían abiertos a la luz de la tarde, de par en par; pues ese día el calor había sido sofocante. Olivia, tendida en el sofá, repasaba unas notas de trabajo mientras sorbía las últimas gotas de un té helado, más bien ya derretido dentro del vaso. Oía las vocecillas de los niños de la casa de enfrente; parecían jugar y sus risas llegaban con un suave eco. Las cortinas se mecían una vez hacia adelante y otra, hacia atrás; distraídas se enredaban creando diversas formas, como si quisieran rehuir asustadas por el viento. Un folio apareció, sin previo aviso, sobre el suelo entarimado; parecía que había sido arrastrado hacia dentro por la corriente. Planeó hasta chocar con las sandalias esparcidas sobre la madera. Olivia se agachó presurosa para cogerlo. Era un expresivo dibujo del mar; un sol amarillo y unas nubes algodonadas; luego, olas azules que arrastraban caracolas marinas y un caballito de mar que destacaba sobre el papel.

7:30
El despertador sonaba con insistencia sobre la mesita. Olivia abrió los ojos. La noche había resultado liviana aunque la previsión había sido de temperaturas nocturnas altas. Se acurrucó entre las sábanas haciendo crujir los muelles agarrotados de la cama. Tenía pereza por levantarse. Sin embargo, el despertador volvió a sonar.

Un café bien cargado sería ideal, pensó mientras se dirigía a darse una ducha. De repente, desde la parte opuesta de la casa, la radio comenzó a silbar como enloquecida y Olivia, deshaciendo sus pasos, cambió de dirección con tan solo un movimiento. Tras breves segundos, estaba metida en la cocina cacharreando y sintiendo el sopor caliente propio de la temporada. Abrió aún más los ventanales y percibió el soplo ligero del aire fresco procedente del jardín. Esperó unos segundos, estática; como queriendo atrapar ese momento. Se giró distraída; quizás, imbuida por el olor del jazmín que crecía sin prisas. Entonces, mientras oía el runrún de las noticias de las 8:10, buscó en la alacena aquel café que había comprado para moler. Y fue el insistente rugido del molinillo, lo que despertó a Olivia totalmente de su letargo; y consideró que hoy todo sería como de costumbre. La misma rutina de siempre y el mismo trabajo; por supuesto nada diferente. La misma gente, los compañeros antiguos y los que habían venido de nuevas. La misma vida bajo nubes viajeras que Olivia veía pasar desde la pequeña ventana de la oficina.

Y uno de tantos días, al regresar a casa, escuchó otra vez las voces de los niños de la casa de enfrente que volvían a jugar con su padre. Se acercó a la verja y saludó con la mano haciendo notar su presencia. Entonces Abdul, dándose por enterado, invitó a la chica a que entrara. Al abrir la cancela, ya ruinosa por el tiempo, Olivia lo observó  mover con gracia una manguera de goma de la que salía agua a borbotones; haciendo que escurriese toda su espuma en una piscina de plástico descolorido, para que de este modo, la presión del agua pareciese acabar en imaginarias olas. Los críos estallaban en gritería; se divertían y contentaban salpicándose unos a otros. Pasados unos minutos, Sami salió de la piscina con todo su pelo prieto en rizos acaracolados. Miró a Olivia con sus grandes ojos y seguidamente, sacó de debajo de una toalla un álbum repleto de dibujos coloreados. Abdul  comenzó a decir que, a Sami, le gustaba el mar. Pero desde que residían en España, nunca habían podido ir, ni siquiera en época de vacaciones.  El niño había nacido aquí, en España. Era el pequeño de tres y a sus cuatro años, preguntaba cómo era; sí, cómo era el mar y si alguna vez lo vería. Por eso, Abdul hacía un sinfín de dibujos para llenar su bloc, el valioso tesoro de Sami: olas marinas, azules y plateadas, estrellas de punta y caballitos de mar, erizos de púas aferrados a rocas o arena dorada sobre conchas rayadas. Y sintiendo el mar con su sal pegada en la misma piel, Olivia sonrió a Sami y se acordó de aquel folio perdido; el que días atrás había llegado vagabundo y por casualidad a su casa; quizás, arrastrado por el viento marino del salado mar. Le toqueteó el oscuro pelo y le dijo que ella también quería ver el mar bajo las peregrinas nubes…

Aquella noche, Olivia soñó con la tempestad y la sal; con embestidas y golpes de arena. Una sensación de desvelo se apoderó de ella haciendo que se sobresaltara bajo las sábanas; y hubo silencio y sombras. Se encontraba sola ante la soledad, abatida; como un barco perdido a la deriva con las velas hechas jirones.
Al día siguiente, se comunicó con Chema. Le pidió, solamente, un pequeño favor. El chico aceptó indulgente, mascullando que Olivia no tenía remedio; pero entre risas y Coca-Cola, acabaron la tarde ideando los planes precisos y ella, prometió ser prudente y traerle un regalo.

A los tres días partían rumbo al mar, el Mediterráneo. Sami miraba entusiasmado por el cristal. Las nubes los saludaban al paso de una canción lenta de Leonard Cohen que sonaba en M80 Radio. Olivia conducía la caravana de Chema atrapada por una emoción de aventura. Su flequillo se alborotaba por el aire inquieto que entraba por la ventanilla.  Y Abdul compartía la felicidad del viaje con el resto de la familia. Mientras cantaba en su idioma nativo, preparaba un té a la hierbabuena en la diminuta cocina.

La inolvidable experiencia de Olivia fue ver a Sami reír. Reír a carcajadas cuando las olas venían y lo atrapaban; sin miedos y sin reparos. Salía corriendo todo empapado, inocente se tiraba en la arena embadurnándose por completo; buscando con agitación  la presencia de ella. Y el aire se llenaba de fiesta y de risas. Ambos se divertían al tiempo que Abdul hacía fotos de todos; de los demás, de Omar y de Noah terminando con mamá un castillo de arena.

Los meses pasaron y Abdul junto con su familia, tuvo que partir a su país de origen. La falta de trabajo hizo que regresaran pronto a Marruecos; quizás, en busca de algo; puede que fuera mejor o peor de lo que ya tenían. Ahora, la casa quedó vacía y derrotada sin la alegría de los niños. La verja quedó desierta; desprovista de hojas y enredadas flores. Incluso los besos que se dieron bajo sus ramas se olvidaron entre sus huecos. Ni siquiera se veía volar a las golondrinas.
Olivia se encontraba sola; sola ante la soledad presente.

Tánger, mayo 2010
La campanilla había sonado con su oscilante tañido, dejando su eco metálico perdido en el horizonte. Me puse las babuchas y entré en la casa sintiendo su vaporoso aliento. Todavía notaba en mi rostro el reflejo dorado del atardecer.  Abrí con apremio y esa luz candorosa se fundió en una sonrisa. Un abrazo y montones de besos; toqueteos de pelo prieto en rizos acaracolados. Era Sami. Me cogió la mano y me pidió, como solía hacer todas esas azuladas tardes, que bajáramos a contemplar el mar. No podía decir que no y, como de costumbre, desde que vivía allí, descubriríamos el mar con sus historias; también las nuestras. Las que Sami y yo inventábamos bajo la luz de Tánger.