lunes, 29 de febrero de 2016

Breve diario de un emigrante


Durante un tiempo todo fue así, feliz y tranquilo. Recuerdo todo como si fuera hoy, tan real, tan querido. Añorado durante noches en vela, vigilias de luna llena en un lugar extranjero. A lo largo de los años, todo ha cambiado. Yo, me hice adulto en un país distante. Mis padres murieron con el tiempo, con la prematura vejez. Incluso la casa, no es la misma. Otra familia habita en ella. Otro candor humedece por la noche sus balcones.


El olor a mi madre. Aquella ropa gastada por el recio trabajo en la era. El mandil a rayas atado atrás. El pañuelo al cuello, anudado con gracia. Su moño chupado, repleto de horquillas dobladas que se apilaban una a una en su macilento pelo, casi descolorido por el estío. La figura de su cuerpo a lo lejos, viniendo despacio por la ladera.

Hoy hace calor. El sol se exhibe abombado, amarillo, dulce como la miel, es decir, como siempre. Como yo lo recordaba.
He vuelto a mi tierra. Aquí huele a mí... Pues pertenezco a este terruño que al clarear, un día se abandonó en mi corazón. Porque mi niñez se vio truncada por la partida a otro lugar, extraño para mí, como sin vida. Muchos nos fuimos en aquel tiempo, en un adiós al viento, nos marchamos casi sin aliento.
Hoy retorno con mi valija, nada más traigo. Reparo entonces, en la que antaño fue mi casa. Aquí nací y entre pañales crecí, gateando por el piso de mi hogar.
El olor rancio a sudor, que desprendía mi padre al regresar del campo. Ese olor añejo que se podía respirar en la casa, que impregnaba todo con un solo soplo. Volvía cascado por la jornada, baqueteado por aquel sol sofocante que besaba sus rasgos con sus rayos y ennegrecía su piel día a día. Tostaba su cuerpo bañado de espigas, de cañas y de bambúes. Y luego... sus manos, aquellas manos ásperas, recién mojadas, con aquel aroma a jabón, que me levantaban en volandas y fuertemente me amarraban. Manos campesinas pero tiernas. Ansiadas y queridas por el niño que fui, ese chiquillo que colmaba el hogar de zarabanda con su escandalosa y bulliciosa risa. Que hacía de la casa una fiesta, fuera lunes o domingo, pues en aquel ambiente de faenas y labores en la hacienda, también se hacía lugar para el ruido y el alboroto. Sobre todo, cuando mi padre tornaba de recoger la cosecha que, tan pronto como podía, almacenaba en el granero. Luego, después de la cena, me sentaba en su regazo y me hablaba del campo,  la siega, del verano. Me contaba historias que me hacían reír hasta que el cansancio nos vencía. Entonces, venía mi madre seguida de Platero. Sus ladridos nos despertaban del letargo y unos brazos me llevaban a la cama. La luz tenue del candil no se apagaría hasta que me durmiera. El perro se acomodaría debajo y, un silencio mudo vigilaría mis sueños hasta la madrugada.

Sin embargo, nunca olvidé a la gente que, aunque por poco tiempo, me vio crecer. Jamás olvidé a mis padres que me enseñaron a subsistir. De ningún modo olvidé mi casa en la que aprendí a vivir. No olvidé mi tierra, en la que aprendí a ser, existir, trabajar y morir.

lunes, 22 de febrero de 2016

Agua y sal



Miré. Observé. Esperé. La emoción del momento era inevitable.
Al tiempo, recordé nuestro querer.
Paseábamos cada tarde bajo los árboles. Las hojas de otoño nos acariciaban al paso. Tus palabras inundaban páginas blancas esparcidas en mi memoria. Tu risa salada surcaba las entrañas de mi alma. Tus profundos ojos eran el mar que yo buscaba y, cuando ese mar me hallaba, las aguas de tu mirada me mecían como olas de plata. Entonces, soñaba con versos, versos de agua y sal hasta que despertaba en la cálida arena de tu piel dorada.”
Un instante.
Te vi.
Regresaste a mí.


Olvidé las estrellas


 



Era junio. Hacía excesivo calor. Inconscientemente buscaba la sombra de la callejuela. Caminaba tranquila, sin prisas. Acababa de salir de la librería. Había sido un día duro. Mucho trabajo con los pedidos de nuevas obras y volúmenes. Don Manuel estuvo todo el día como quién dice, pegado al teléfono. No pude contar con él. Y Rosita, lo que se dice, ni palo al agua. Tras sus redondas gafas, parecía enredar en algo de las cuentas; pero nada de nada.
Quizá, Don Manuel, la viera como afanosa; pero a mí no me engañaba con eso de estar pendiente de los estados contables. Pensé que me echaría una mano. Sin embargo, la gente continuaba entrando y ella, seguía apoltronada en la butaca sin moverse ni un ápice. ¡Creí que me daba algo! Y además, ahí estaban esperando los pedidos.
Ciertamente: El día, ¡no había resultado nada liviano!
Me sentía cansada. El calor sofocante me agotaba aún más. Deseaba estar pronto en casa, tumbarme en la azotea y esperar que llegasen las primeras estrellas.
Continué a paso ligero y, por fin, llegué a la plaza.
Allí estaba, justamente cerca de la entrada del café. Demandaba con paciencia, la llegada de clientes que, por alguna moneda, quisieran abrillantar sus zapatos. 
Me detuve cerca y le observé.
Aguardaba taciturno, con la mirada perdida. De repente, noté su sobresalto por el jaleo de chiquillos que jugaban en la plaza.
Me fijé un poco más. Sentí cercanía. Me olvidé por completo de mí misma; de lo que había sido mi día y de lo que me esperaba: La azotea y mis estrellas.
El cansancio ya no importaba.

Pantalón de pana y camisa oscura, ya muy gastados. Consideré que acentuaban aún más los marcados  rasgos de su semblante. Asomaba a su bolsillo un  arrugado y amarillento pañuelo. Entonces, le imaginé acostumbrado a secar su profuso sudor que, en época calurosa, destilaba en su frente; dejando huella por el arduo restregar del calzado.
Allí seguía, como todos los días, y cuando alguien se sentaba en el desvencijado taburete, salía de su ensimismamiento y, con brío, aplicaba un betún negruzco que tiznaba sus manos. Con ímpetu, frotaba y ludía hasta conseguir el brillo esperado. Luego, se incorporaba despacio sacando el pañuelo, y se enjugaba el rostro. Recibía la compensación por su trabajo y, entonces, volvía a su embeleso. A perder su profunda mirada en el infinito. A olvidar aquel calificativo con el que se le identificaba y que arrinconaba en su mente de ensueño. De simple y boba fantasía; pero que subsistía invulnerable como ¡el limpiabotas!



domingo, 14 de febrero de 2016

Desnudas ramas

    Era temprano. El cielo se antojaba plomizo y la rutina de la mañana se había acoplado con desgana. La calle estaba todavía dormitando; incluso parecía que aquel día los niños no querían ir a la escuela.
    Caminaba torpemente arrastrando la pierna derecha aquejada de dolencias de años atrás. Un gastado garrote me ayudaba como compañero de viaje. De pronto, un ruido ensordecedor me sacó de mis pensamientos. Me acerqué lentamente al lugar de donde procedía. Me estremecí. ¡No podía creerlo!
    Enormes pedruscos se juntaban bajo una notable polvareda que no dejaba respirar. Monstruos de hierro con sus artilugios en movimiento se desplazaban de un lugar a otro, haciendo el trabajo de un día cualquiera. Voces y más voces de hombrecillos azules dando instrucciones quedaban amortiguadas por el rugir de las máquinas.
    Me ahogaba. Sentí que me faltaba el aire. Mis ojos se nublaron despacio y los cerré. Mis lágrimas se acumulaban poco a poco, una a una, intentando encontrar salida. Las gafas se empañaron y ya no pude ver nada.  Nadie paraba. Solo oía ruido, un ruido ensordecedor.

    “Qué bien lo pasábamos en aquellas tardes. Esas en las que el sol calentaba y nos guarecíamos bajo las ramas. ¡Ay! Nuestras tertulias pegando la hebra. Recuerdo al Músico (el perro de doña Carmen), que se tumbaba fiel a nuestro lado. Al final, alguno de nosotros le hacía alguna que otra carantoña o qué sé yo, dándole alguna chuchería de la cesta que traíamos con la merienda.
    Luego, estaba María, contadora de historias, una soñadora que fantaseaba despierta. Cada tarde nos amenizaba con su cháchara de ser literata. A pesar de que Tomás y yo no parábamos de bromear sanamente con ella, llegó el día que consiguió su ilusión. Logró ser escritora y de las buenas, de las de categoría. Ahora, en las veces que lo pienso, siento un pequeño remordimiento al recordar nuestras meteduras con la pobre chica. Sí, claro. Consiguió realizar su sueño, cosa que quizás, algunos de nosotros ni siquiera habíamos alcanzado. Si me viera ahora, seguro que algo me diría y no sé, pero yo, la abrazaría.
    La señora Matea se sentaba al otro lado, cerca de la fuente por si la entraba sed. Luego, sobre las cuatro, llegaba Adela. Saludaba a todos con el entusiasmo propio de su juventud. Se consideraba moderna para los tiempos,  pues vestía jeans de los que se compraban en tiendas de moda. Las dos se sentaban en el mismo bando; cosían a veces y otras, hacían punto. De cuando en cuando, alzaban sus ojillos para observar lo que se cocía en el ambiente pero, a menos que fuera muy de su interés, no se metían para nada en conversación.
    Ahí estaba Tomás, admirando el buen hacer de Adelita. La preguntaba por las telas, los colores de los hilos, la forma de hacer los remates y el acabado de los dobladillos. Me convencí de que tanta admiración provenía de algo interior más profundo que la simple costura. ¿Sería quizás un amor apasionado? Incluso tartamudeaba cuando ella se acercaba. Cuando se despedían, nunca se atrevía a decirle nada; ni una declaración, ni nada. Ni siquiera la acompañó alguna vez a casa. Me preguntaba dónde estaría el valor de aquel muchacho que todas las tardes aparecía en la plaza.
    Con el tiempo, en un día inesperado apareció Julia, mi Julia. Mi amor, mi inspiración. Se presentó con su pelo alborotado y me cautivó por completo. Su gracia chispeante me traspasó el alma. Su encanto risueño me enamoró en silencio, hasta que un día la invité a quedarse bajo las ramas. Quise compartir nuestras tardes de tertulias, hilvanes y pespuntes; meriendas y lecturas; pues yo, siempre tenía algún que otro libro en mi regazo. Poco a poco fuimos abriéndonos camino, hasta que un día de domingo, me casé con ella. Nunca se disipó la luz radiante de su mirada, que cada tarde compartía sublime con todos nuestros vecinos.
    Fuimos jóvenes en la plaza bajo las desnudas ramas. Nos hicimos viejos en ella y, sin saberlo, pasó el tiempo sin contratiempos. Pero llegó el momento, en que nos evaporamos los unos de los otros o la vida, quizás, hizo que se produjera el olvido.”
    Han cortado los árboles. Sus ramas yacen en la plaza.
    Ahora, las máquinas descansan.
    Mi corazón se desborda.
                                                   




miércoles, 3 de febrero de 2016

Tu sonrisa -2ª Parte

...
De pronto me sorprendí a mí mismo tarareando una de las muchas letras que me acompañaban en mis viajes de trabajo, y comprendí ahora su significado: que todo pasa en su momento, puede que ni muy tarde ni muy pronto, sólo hay que esperar... y como decía Françoise Hardy en su canción Tous les garçons et les filles: "Mis días como mis noches son todos puntos iguales... ¡Oh! ¿Cuándo para mí brillará el sol?"

El día se hacía noche y caía un silencio mudo que envolvía todas las cosas...

Y yo seguía batiéndome entre imaginación y realidad pero, como sucedía siempre, estaba sin ti en mi terraza vacía, abrazada de muros apagados y grises, escapando a la ternura de tu rostro que seguía reteniendo con los ojos aún
todavía cerrados. De repente, escuché el ruido lejano de coches en movimiento y un avión que pasaba dejando su estela en un cielo que ya se exhibía plomizo, rompiendo el mutismo presente. Y entre tanto ruido y tantas cosas seguías estando tú; aparecías entrando sin avisar por la ventana abierta de mi alma. Tú, así como eres.

Un silbido procedente de la calle me sacó de mi abstracción. Me asomé por la barandilla de barrotes y eché un vistazo a la acera de enfrente. Entonces, te vi. Venías caminado con ese paso lento y gracioso que te hacía diferente. Como de costumbre, movías tu bolso al ritmo de tus tacones y parecías distraída hasta que, miraste hacia arriba. Un choque de miradas y al momento sonreíste divertida. Alcé mi mano en forma de saludo y el tiempo se detuvo al instante, pero ahí quedó todo. Ni siquiera conozco tu nombre.

Y así pasan mis días, absorto y sin retorno. Abatido, frágil; pensando que me quieres o quizá, algún día me querrás sin condiciones.

Y desde mi terraza... siempre acabo imaginándote.