miércoles, 27 de abril de 2016

Como caracola de nácar

RELATO FINALISTA EN EL I CERTAMEN DE "RELATO BREVE" CONVOCADO POR EL AYUNTAMIENTO DE SESEÑA (TOLEDO).-
El cielo comenzaba a teñirse de tonos lavanda. Una nube se desplazaba lenta como acompañando al ligero viento del atardecer. Habían transcurrido décadas que me parecieron un mundo encerrado en su concha. Ahora, estaba en la casa grande, la familiar, la que fuera entonces de mis abuelos. Regresaba al pueblo tras años difíciles en la ciudad. Miraba por la ventana sin ver nada mientras un tenue rayo de luz asomaba tímido por una de sus rendijas. Abrí un poco más las contraventanas y sentí el olor de antaño de las aromáticas flores que adornaban la balconada. Y entonces, vi a mi abuela en aquella ventana, con su moño relamido y su vestido de paño, regando los rojos geranios que crecían despreocupados. Las imágenes acudían a mi mente como los colores de un cuadro de Manet, arremolinadas en fragmentos de una vida vivida.

Hundí las manos en los bolsillos y sonreí por dentro, por fuera. Y volví a evocarla girándose hacia mí para cogerme en volandas, de modo que me pudiera subir en la pequeña banqueta que estaba próxima a la ventana. Juntos, nos asomábamos y veíamos la calle todavía desierta. Y me encontré de nuevo con su dulce gesto y toda su gracia al revolver, con su mano, mi pelo. ¡Qué fácil era la vida cuando se era niño!
Permanecí un rato como si estuviera anestesiado por la añoranza. Mis ojos, ahora vidriosos, se cerraron de pronto escurriendo lágrimas flojas. Sentí que mi corazón daba un salto atrás y lloré por dentro, por fuera; tanto que casi me desbordé por los recuerdos.
Y seguía parado frente a aquella ventana empolvada por el tiempo, cuando tras las apretadas flores, esperábamos al abuelo. La emoción trepaba por mis adentros como un caracol atrevido. A veces, los minutos se hacían eternos por la demora; quizás, la jornada en el campo había sido de intensa faena. Pero al fin, aparecía su delgada figura ataviada con un sombrero de paja, que nos saludaba en la lejanía. Al acercarse, su risa y su voz tenían algo deliciosamente libre, como el viento desatado entre las peregrinas nubes. Y yo, ayudado por mi abuela, bajaba rápido de la banqueta dejándola medio tirada en el suelo, corriendo a cobijarme entre sus ansiados brazos.
Olía a hierba recién cortada, a campo y estío; a sol y espigas entrelazadas. Entonces, me cogía y me contaba historias de la fuente vieja donde solían parar a menudo los jornaleros a  refrescarse; a charlar de sus cosas entretenidos y, otras veces, me relataba el duro trabajo que hacían para reunir el ganado en los pilones que servían de abrevadero.
Pensé que, quizás, el tiempo curaría la ausencia. Sin embargo, no fue así. Tampoco era así en el presente. Me marché del pueblo buscando algo diferente y nuevo, puede que incluso mejor. Pero tras los deseados anhelos, me sorprendieron los mayores desvelos; y descubrí que lo que andaba buscando con tanto afán, se perdía poco a poco en ilusiones vacías y vanas.
Aquel pelo que revolvía con gracia mi abuela, había encanecido de manera rápida y precipitada, sin avisar siquiera. Incluso mi piel se mostraba arrugada por el silencio de la distancia. Y en mi soledad, rememoraba las callejuelas aún relucidas por las farolas donde los enamorados paseaban sus tardes. Y soñé otra vez la plaza, la Mayor; con sus jardines de enredadas hojas donde, de la mano, me llevaba mi abuelo; y saludábamos a Floro que regentaba un café, y a su perro Nelo que se tumbaba en la acera para dejarse acariciar por los últimos rayos del sol.
Entonces, nos sentábamos en un banco y despacio, me daba la merienda de pan y chocolate contemplando ese sol que moría entre las luces y sombras del oscurecer. Escuchaba su voz que me regalaba cuentos de fantasía y me hacía sentir el héroe de sus palabras. Y así, fueron desapareciendo los pañales y los balbuceos a medianoche, pues tras la inocencia de aquellos días, me hice mayor creciendo en Seseña. Mi pueblo, ahora, breve y ajeno de mis raíces; del que un día me despedí sin siquiera decir adiós tras los ventanales.
La nube que se desplazaba lenta como acompañando al ligero viento de la tarde, ya había desaparecido por completo, no quedaba vestigio de ella. Se había olvidado de dejar en el cielo su huella; como la realidad presente, pensé. Ya no quedaba casi nada de antaño, ni mis abuelos que me criaron habían durado, ya no existían; pues nada dura eternamente por ahora y los momentos pasan, a veces, sin querer aprovecharlos. Quizás, las desvaídas fotos colgadas por las paredes, eran lo único de un pasado que fue y que, todavía, después de tanto tiempo, quedaba prendido sobre el recuerdo.
Miré a mi alrededor, intentado sobreponerme a la inmensa tristeza que me inundaba, como si fuera una caracola abandonada en la arena; desnuda, abatida por olas de espuma que se despedían regresando al mar.
Había vuelto para subsistir y, al ir abriendo todas las contraventanas, una luz diferente alumbró la estancia y toda la casa entera. Podía empezar de nuevo y vivir de sueños; pero de aquellos sueños que forjaron mi realidad, en esencia mi verdadera historia
Como la caracola, imaginé; que en la playa dorada, dejaba brillar su concha de nácar.

                                                                                  

sábado, 16 de abril de 2016

Hilvanes de amor

RELATO QUE HA OBTENIDO EL PRIMER PREMIO EN EL CONCURSO LITERARIO DE "RELATO BREVE" CONVOCADO POR LA ASOCIACIÓN DE PARKINSON DE ASTORGA, LEÓN. 

Generación tras generación.

Tras los ventanales, Fausto observaba clarear tras el descanso abrigado de la noche. El cielo se hacía visible, silencioso, a medida que los minutos pasaban. Mientras, sujetaba una humeante taza de café caliente, negro y espeso, sin apenas azúcar y, despacio, daba pequeños sorbos saboreando ese aroma tostado que le gustaba tanto.

Amanecía lentamente, cuando descubrió a un gato que cruzaba la calle y desaparecía por una ventana medio rota. Se giró y volvió a mirar hacia la estufa de petróleo que calentaba la estancia. Todavía era temprano y hacía frío, pero había que empezar a unir los paños entrelazando el hilo que ya tenía preparado sobre la mesa de trabajo. Se acercó sin prisas, dejando la taza cerca. Y al tocar las telas, sintió de nuevo placer; ese goce que había experimentado desde niño, cuando se asomaba al taller y oía como su padre y su abuelo Lesmes charlaban al tiempo que daban pespuntes seguidos e iguales, uno tras otro, hasta terminar el encargo que tenían pendiente. Podía ser un traje, un pantalón o quizás, un chaleco cualquiera. Recordaba que eran muchos los clientes que se dejaban los duros por tener un traje a medida y bien hecho. Desde luego, el taller de costura tenía fama en la capital y su nombre era anunciado en el mejor diario nacional. Aquel recuerdo siempre lo emocionaba tanto que, a veces, dejaba caer una lágrima escurrida y floja. Pero, lo interesante de todo aquello era que él había conservado esa esencia de antaño, estando al tanto de todo, (novedades incluidas); siempre absorto en los entresijos de los muchos tejidos que pululaban revueltos por los estantes.
Abandonando el recuerdo, cogió una aguja y empezó a coser…

2015

La actualidad.

La esperanza es la necesidad en la que vivo.

El querer hacer algo logra que se realice, se decía Fausto positivo. Se preguntaba qué es lo que le ocurría últimamente, puede que no se concentrara ya como antes, pues los años habían transcurrido como un suspiro; velozmente y sin aviso. Ahora, el sastre distinguido, maduro, se encontraba en el ocaso de la vida. Sin embargo, aunque seguía confeccionando como entonces, sentía que tras cada hilván aparecía un temblor; tras cada remate, un movimiento rítmico y asustado jugueteaba con sus dedos sin ninguna explicación. Incluso, a veces, no conseguía enhebrar siquiera una simple aguja. Tenía que parar, pues ya no podía; lo posible se hacía imposible. Quizás, la siguiente vez lo conseguiría, ya que nunca se daba por vencido. Pasada la tormenta de la decepción, habría nubes nudosas; pero después, aparecerían los claros entre medias y, de nuevo, afloraría la ilusión, puede que como esa primera vez.

Quiso comentarlo con Marina durante el desayuno, pero sonó el teléfono y ella, curiosa e impaciente, no dejó de hablar durante más de media hora. Era doña Petra, la farmacéutica, que llamaba con el motivo de encargar otro traje de franela para su marido y, con la excusa, ya puso a Marina al corriente de todos los acontecimientos acaecidos en el barrio durante los últimos días. Fausto, vencido por la indiferencia, abandonó la cocina marchando tranquilo para su taller, pensando en si esta vez, quizá llovería o, tal vez no.

Cuando llegó, pulsó el interruptor. Un charco de luz procedente de una lámpara atrapó con su  reflejo toda la estancia, y él se sintió bien, como una mosca retenida en un tarro de dulce miel. Y no quiso pensar, pues la vida era tan hermosa que quiso continuar en ella.
Y aquel fue solamente el comienzo de una larga enfermedad…

Era lunes y sintió rigidez en sus manos. Quería recoser un viejo chaleco de pana verde que ya casi no servía para nada; casi como yo, pensó abatido. Hoy, la tristeza lo había cogido por sorpresa y se lamentaba aturdido, olvidado entre las telas. Marina, aquella mujer diminuta que se había casado con él con un ramo de margaritas, apareció de pronto trayendo un caldo reciente. Se acercó a él y acarició sus sienes, posando los labios en una de sus mejillas. Ahora, ella le ayudaba con los pedidos y, precisamente, traía una gastada libreta para mostrarle los últimos encargos que había anotado en letra de molde. Unos cuantos pantalones para don Fabián y un traje de cuadros para don Sebas, el cual tenía una próxima boda de alto copete. Y claro, todo eran ya prisas sin siquiera poder hacer algún que otro descanso; puede que para mirar las estrellas amontonadas en el firmamento.

Y a Fausto volvieron a temblarle las manos, haciendo que la costura, tan fácil y placentera se convirtiera en tarea frustrante y desesperada. Incluso, beber ese caldo caliente le parecía, ahora, difícil e irrealizable. Y Marina le rodeaba el cuello con sus pequeños brazos y susurraba en su oído palabras de amor…

No es el fin, mi amor… no es el fin. Tan solo es el principio de una aventura.

Los meses pasaron y ya tenía diagnóstico: un trastorno degenerativo del sistema nervioso central conocido como Parkinson. Era una enfermedad crónica y progresiva, por lo que, lógicamente, sus síntomas empeorarían con el paso del tiempo. Fausto, tras unas gafas redondas que no le pegaban, miró con fijeza al médico de bata blanca que tenía delante. Y de pronto, como un soplo de aire fresco, sonrió al tiempo que estrechaba una de sus cálidas manos. Se despidió con alegría; vital como un niño cargado de un montón de sorpresas.

Regresó a casa en sosiego, como si estuviera en un estado de paz y letargo. Iba agarrado del brazo de Marina, dejándose distraer por las nubes que asaltaban el cielo. Puede que hoy volviera a llover, pensó. Entonces, consultó su reloj de cuerda que guardaba en el bolsillo derecho del pantalón. Todavía era temprano y había mucha faena. Y sin aviso, una lluvia fina empezó a caer despreocupada, creyéndose ajena a sus íntimos pensamientos. Y así, eran los sueños de antes los que volvían a revolotear traviesos en su cabeza, dejando atrás, muy lejos, los temblores y las desazones que se escurrían como gotas por los rincones.

Intentó enhebrar con cuidado una fina aguja, aun sintiendo esa culebrilla agarrándolo sin compasión, pretendiendo asustarlo de nuevo.  Pero ese tembleque persistió y esa culebrilla lo consiguió, pues el fino hilo no pudo siquiera traspasar el ojo de la aguja que, una vez más, caía derrotada perdiéndose en un abismo de hilos descolocados. Y las horas pasaron atropelladas en aquel taller de vigas bajas; en aquel lugar de telas sumidas en una costura intemporal; sin que, por lo menos, Fausto pudiera coser dando puntadas aunque fuera, solamente, al revés.

Invierno

El frío había aparecido en forma de prematura nieve. La estufa de petróleo casi no calentaba o, por lo menos, no se percibía su calor. Con mucho esfuerzo, Fausto envolvía el último pedido que Marina llevaría a doña Casilda. El papel se resbalaba entre sus dedos como queriendo escapar; pero con voluntad, al fin logró hacer el paquete, anudándolo como de costumbre. Suspiró de manera profunda. Se sentía muy cansado ya que, apenas, había dormido siquiera unas cuantas horas; era propio de la enfermedad, lo sabía. Aun así, se frotó nuevamente los ojos y se puso aquellas gafas redondas que no le pegaban nada. Cogió con dificultad el envoltorio y se dispuso a echar un pie hacia delante para emprender el paso. Marina estaba esperando en la casa. No podía demorarse más.

La llave giró sobre la cerradura abriendo la pesada puerta, dando lugar a un espacio de retratos antiguos acomodados sobre un mueble de caoba que adornaba el vestíbulo. Una lamparita encendida decoraba la estancia dejando su tenue luz esparcida por las paredes.

Y aquel bulto por encargo se dejó caer en la alfombra, haciendo que Fausto se sintiera apurado y en un estado de sobresalto. Colgó su abrigo en un perchero que parecía caerse por estar lleno, y se quitó la bufanda y la gorra de lana al tiempo que llamaba a Marina arrastrando las palabras.

Nada era ya igual; pero sí podía hacer que, al menos, fuera un reto a superar cada día, cada minuto y cada segundo en una vida dificultosa. Todo era posible con una actitud positiva, ¿por qué no? Todavía quedaba fuerza moral para continuar. Aun así, Fausto luchaba por que su ilusión no se desvaneciera ni se perdiera entre dolores y sensaciones extrañas, como cuando los hilos se esconden entre el tejido y se hacen completamente invisibles. No, no quería eso para él ni para Marina que se preocupaba constantemente. Quería que fuera como antes, como cuando bajaban al río a pescar y se sentaban sobre las piedras a conversar; y contaban las hojas de las margaritas para ver si se seguían queriendo, para descubrir entre risas que todavía era cierto.

Ese día, después de que Marina regresara de hacer el recado, se sentaron juntos a la mesa, como hacían siempre, por rutina. El mantel de cuadros rojiblancos lucía como de costumbre. Un estofado de carne con un excelente vino apetecía en un día tan frío, pero había otra dificultad añadida. El alimento se acumulaba en la boca, pues a Fausto le costaba tragar debido a que los músculos funcionaban con menor eficiencia. No obstante, lo volvió a intentar y no se rindió. No se permitía otra opción. Tragó ayudado por un sorbo de vino tinto. ¡Estaba realmente delicioso! Y sonrió pintando en su rostro un gesto de felicidad. Y ambos se miraron (él con parpadeo lento), como hicieron en otra época, como hacían ahora; llenos de amor y ternura, con complicidad; porque la vida, aun siendo tan imperfecta, quisieron continuar en ella.

Vendrían días amargos con sus penas y desalientos, pero el amor de Marina compensaría todo. ¿Qué era la belleza del amor sino eso? La comprensión de aquella mujer, tan querida y amada, que cuidaba con esmero cada paso que él daba, cada ojal que se abría entre las telas, como una herida que se hacía dentro del alma. Aquella mujer que, con sus palabras de ánimo, curaba los mayores de los desvelos. Ella era, el motor que cada día con sus nubes, y cada noche sin, quizás, sus brillantes estrellas, permanecería a su lado empujando su vida; la de él. Aquel hombre de ojos cansados tras redondas gafas del que se enamoró deshojando margaritas silvestres. Aquel joven al que un día se le ocurrió nacer entre las telas de un taller de vigas bajas.
                                               






sábado, 2 de abril de 2016

Ahora que la vida se me escapa


Ahora que el tiempo es incierto y pasa lento, siento que es cuando más que nunca te extraño…



Fuiste arena, fuiste tierra; tierra que abrasaba mis manos cuando de niño jugaba y me tostaba bajo tu piel canela. Fuiste música cuando escuchaba los ritmos africanos de tus tambores que me arrastraban a soñar con gacelas blancas y como amarras me apresaban el alma. Entonces, me hacían volar como las alondras, libres; dejadas al antojo del viento disfrazado de rojizo polvo.
Fuiste anhelo y desespero cuando con ataduras trabajaba con esfuerzo y un cielo tímido, sin nubes, me contemplaba ajeno a mis amores y desamores. Fuiste lluvia que caía rara vez precipitada en aguacero y mojaba mi alma por dentro, por fuera, sin prisas.
Fuiste mía como tierra, como música, como lluvia y sol. ¡África mía! No te vayas de mi recuerdo, no te pierdas melancólica por mis entrañas. ¡Quédate como huella de mi nostalgia! No te evapores de mis manos, de mis ojos, de mi piel atezada por tu esencia.
Sigue viviendo en mí, ahora que la vida se me escapa…