miércoles, 25 de mayo de 2016

Latidos de color lavanda

“A veces se ve algo cien mil veces, antes de verlo por primera vez”.

Christian Morgenstern




Era un día como cualquier otro, cotidiano y de lo más normal. Nuevamente amanecía con sus luces y sus sombras, con sus reflejos de azules disipados sobre tonos levemente dorados. Hoy, seguramente saldría otra vez el sol, pensó, mientras se alisaba con un peine unas mechas encanecidas por el tiempo. Después, se abrochó los botones de la camisa de rayas y se volvió para mirarse en el ovalado espejo de la pared. Habían transcurrido años como polvo acumulado en décadas y ni siquiera se percató, ni un solo día, de lo bonito que era el amanecer… tan lejos de su añorada tierra.

Se giró despacio y caminó, arrastrando sus zapatillas viejas hasta la balconada. Entonces, observó con atención cada detalle. El cielo se presentaba tranquilo, sereno y sin nubes; como queriendo dar paso a una orquesta de trinos de pajarillos congregados en los árboles plantados en el jardín. Aparecía raso, de un azul añil como evaporado; y en el horizonte, de una manera progresiva y espectacular, resurgían unas pinceladas de pequeños toques de oro que se escurrían entre los azules.

Era su amanecer. El de ahora y el de su infancia, el que asomaba en todos sus cuentos de niño; porque se daba cuenta, de lo importante que le resultaba en este mismo momento despertar a un nuevo día que adquiría, poco a poco, suaves tonos lavanda. Pues había visto, en cantidad de ocasiones, amaneceres como ese, uno tras otro; pero hoy, lo contemplaba de un modo diferente. Y empezó a silbar sin más; esta vez, acompañado de un coro de trinos que amenizaba el comienzo de la mañana en su jardín, todavía sin flores.

Se sentía solo, perdido en una ciudad ajena y esquiva a sus vivencias. Sin embargo, amanecía de nuevo y eso importaba más. Y, como sinfonía de la vida, pensó que aún quedaban por tocar los muchos acordes que traería su música; sin desalientos y sin ninguna tristeza.

Un fondo dorado brillaba engalanando la suavidad del cielo, tan puro y, ahora, tan extrañamente cercano. Sus ojos latían ante semejante belleza, hermosa y, a la vez, rara y caprichosa. Entonces, se acordó de ella…

Evocó su chispeante risa, la que hacía estallar como pompas de jabón esparcidas por la habitación, cuando venía corriendo detrás de él para atraparlo en su abrazo. Cerró los ojos y, así, retuvo su sonriente semblante y el sonido de su voz por un instante; pero se desvaneció poco a poco, como las sombras oscuras del cielo que daban paso a la tenue luz de las primeras horas del día. Y le pareció acariciar su preciosa melena, enredada como si fuera un nido de ramas amontonadas, alocadas; al aire, al viento y a los suspiros, que morían en el vuelo lejano de la ausencia.


Aquella mujer que se levantaba al amanecer para preparar la tierra, aprovechando la humedad, después de alguna tormenta, para hacer surcos y sembrarlos luego, sin siquiera descansar; que resguardaba sus manos en su mandil con olor a lluvia. Esa imagen, ahora, se deslizaba por sus pensamientos tiñéndolos de profunda melancolía. Y esa tintura de amor se entremezclaba con ese amanecer, que seguía observando como si fuera por primera vez. Olía de nuevo a campo y a pan recién hecho. Y el olor del aire de su ciudad era ahora, fresco y limpio, alterado únicamente por el dulce aroma de su alejada tierra; aquella que cultivaba su madre cuando era pequeño. Cuando el latido de sus ojos le decía que lo seguía queriendo. Sí, deseaba esa vida que a veces fue mucho y a veces menos que nada… Porque aunque hay cosas que pueden ser irrecuperables, eso hace aún más valioso y único el recuerdo.

Y dejándose preso del amanecer, cogió su violín y empezó a tocar.














domingo, 1 de mayo de 2016

Molinos de cal y espuma

Es sábado por la tarde y en un lugar de mi biblioteca he desempolvado una historia que leí hace tiempo, en mi época de instituto. Una historia que me dejó huella y, en algunas ocasiones, me hizo reír tumbada bajo los árboles de mi jardín. Recuerdo que, aunque para muchos resultaba una lectura aburrida, o quizás, cargante y fatigosa, para mí fue de lo más divertida. Aún sigo pensando igual, a pesar de los variados sucesos que resultaban del todo imposibles, o puede que hasta inverosímiles; pues este famoso hidalgo me resultaba sorprendente y extraordinario. Y sea como fuere, siempre permaneció en mi recuerdo.

Tumbada bajo las desiguales ramas de mi jardín, donde empiezan a brotar las hojas que darán sombra en el verano, pienso en qué haría ahora Don Quijote al ver los molinos que, en otro tiempo, para él fueron gigantes, cobardes y viles criaturas. Sí. ¿Qué haría con ellos? Y repasando, de nuevo, este mundo donde la tecnología y los avances nos dominan por doquier, pues adondequiera que miras allí aparece un móvil y un sinfín de cosas más, Don Quijote fantasearía o enloquecería otra vez; porque vería que los molinos ya no son esos gigantes con los que quería hacer batalla, sino drones volando hacia él sin compasión alguna. O pudiera ser que los creyera descomunales robots emprendiendo ofensiva en aquellos sedientos campos de La Mancha. Y de repente, evoco al ilustre hidalgo, valiente y heroico, montado sobre Rocinante y dando aquellas mismas voces a su escudero Sancho para que se pusiera en oración al entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Sin embargo, mi imaginación tiene una nueva opción, una muy diferente a la primera y que no quiero dejar escapar junto a la fresca brisa que corre suelta por entre las ramas. Pretendo especular que, a pesar de los progresos de este siglo en el que vivimos y en los que Don Quijote se sentiría sobrecogido por los molinos convertidos en drones, o en qué se yo, hay algo más profundo; algo que supera por mucho a su fantasía, locura o cordura, sensatez o chifladura; y que siempre perduró en su interior a lo largo de sus caballerescas andanzas.

El amor que su corazón retuvo en todas sus aventuras…

Y como el sol del atardecer detenido en mis pupilas, imagino a Don Quijote cabalgando junto a su escudero Sancho. La tarde, también cae indiferente sobre los campos de Castilla mientras que ellos, conversan animadamente, como solían hacer antaño. Entonces, en el horizonte divisan unos cuantos molinos con sus aspas en movimiento; saludando al viento que se lleva tras de sí las nubes. Los ven en la distancia, inalterables; blancos como la cal y la espuma de sal, dibujándose sobre el infinito paisaje. Y Don Quijote abre asombrado sus ojos: ya no ve desaforados gigantes, sino bellas damas de delantales blancos. Y así, irresistible, vuelve a resurgir el amor en toda su esencia; aquel amor que sentía por la hermosa Dulcinea y que hizo que, otra vez, pensara en ella.

El molino era ella, señora de sus pensamientos, de sin par y sin igual belleza; que con sus dulces ojos, semejantes a ventanas abiertas de par en par, lo avistaba en la lejanía montado sobre Rocinante. Y las aspas en agitación al viento, eran sus apasionados brazos que lo querían abrazar con anhelo; para no olvidar a un hidalgo que anduvo del todo enamorado. Y la puerta que se abría y cerraba, eran sus jugosos labios encendidos por los últimos rayos de sol; que pronunciaban su nombre de héroe valiente. De manera que Don Quijote, cuerdo o loco, embelesado por los molinos o encantado por sus propios delirios, ya no sentía la dolorosa tristeza por la ausencia de su amada Dulcinea; pues estaba frente a él, lozana, serena y princesa de sus ensueños. Y tras el viento que iba muriendo, poco a poco, y ya no hacía voltear las aspas, desaparecía su melancolía. Porque un caballero andante sin amores, era como árbol sin hojas y cuerpo sin alma.

Y así, me imaginé a Don Quijote, lleno de pasión y ternura; cercando y asediando aquellos molinos blanqueados de cal que embellecían los pajizos campos. Enamorado como el cielo de sus estrellas, legítimo caballero e hidalgo, contendiendo contra ellos por amor; su único amor.

Ese amor del que nunca, loco o cuerdo, escapó.