“Tu
luz amanece, tu color rompe el día;
se
mezclan ante mi mirar,
belleza
especial de candor singular.
Tu
olor me llena, me invade…
Toda
tú, clareas en mis pupilas.”
Marruecos, mayo
2010
Podía contemplar
el mar; tranquilo, libre de olas. La calma era absoluta. Una paz infinita me
atrapaba de modo inusual; nunca me había sentido tan feliz y tan completa. La
luz del atardecer caía sobre mi rostro dejando una ligera capa de vapor a su
paso. Suspiraba. Por fin, sentía algo muy diferente aunque no pudiera, ni
siquiera, expresarlo con palabras.
Desde la terraza
de cal tan blanca como lana contemplé de nuevo el mar y las nubes; nubes
viajeras estampadas sobre un cielo pintado de azul, recogidas como si tuviesen
frío. Y ese cielo tan puro que miraba era de un azul tan etéreo que se me antojó
algún cuadro del Romanticismo; que me hizo evocar aquel bellísimo óleo que
guardaba, desde hacía tiempo, en mi memoria: “El caminante sobre el mar de nubes” (1818), de Caspar David
Friedrich. Cerré los ojos y simplemente me dejé llevar por su viajero…
Miré hacia abajo inclinándome un poco sobre la baranda. La pendiente era sobrecogedora a la misma vez que hermosa: con rocas costaneras que sobresalían como puntas escarpadas; inclinadas unas y otras, esculpidas trazando infinitas formas.
De pronto el
tintineo de unos platillos me sobresaltó sacándome con brusquedad de mis
pensamientos. Era Karima, la cual servía té caliente con hierbabuena junto con pastelitos
de pistacho. Era una tarde perfecta, pensé para mis adentros; no podía ser
mejor. Al momento, alguien hizo sonar la campanilla de afuera. Me coloqué las
babuchas y entré en la casa sintiendo su vaporoso aliento. Abrí con premura la
pesada puerta y mi cara se iluminó entera; mucho más que la luz que había
dorado mi rostro minutos antes bajo el atardecer de Tánger.
España, junio 2009
Una brisa fresca
liaba las cortinas corridas del salón. Los ventanales permanecían abiertos a la
luz de la tarde, de par en par; pues ese día el calor había sido sofocante.
Olivia, tendida en el sofá, repasaba unas notas de trabajo mientras sorbía las
últimas gotas de un té helado, más bien ya derretido dentro del vaso. Oía las
vocecillas de los niños de la casa de enfrente; parecían jugar y sus risas
llegaban con un suave eco. Las cortinas se mecían una vez hacia adelante y otra,
hacia atrás; distraídas se enredaban creando diversas formas, como si quisieran
rehuir asustadas por el viento. Un folio apareció, sin previo aviso, sobre el
suelo entarimado; parecía que había sido arrastrado hacia dentro por la
corriente. Planeó hasta chocar con las sandalias esparcidas sobre la madera. Olivia
se agachó presurosa para cogerlo. Era un expresivo dibujo del mar; un sol
amarillo y unas nubes algodonadas; luego, olas azules que arrastraban caracolas
marinas y un caballito de mar que destacaba sobre el papel.
7:30
El despertador
sonaba con insistencia sobre la mesita. Olivia abrió los ojos. La noche había
resultado liviana aunque la previsión había sido de temperaturas nocturnas
altas. Se acurrucó entre las sábanas haciendo crujir los muelles agarrotados de
la cama. Tenía pereza por levantarse. Sin embargo, el despertador volvió a sonar.
Un café bien cargado sería ideal, pensó mientras se dirigía a darse una ducha. De repente, desde la parte opuesta de la casa, la radio comenzó a silbar como enloquecida y Olivia, deshaciendo sus pasos, cambió de dirección con tan solo un movimiento. Tras breves segundos, estaba metida en la cocina cacharreando y sintiendo el sopor caliente propio de la temporada. Abrió aún más los ventanales y percibió el soplo ligero del aire fresco procedente del jardín. Esperó unos segundos, estática; como queriendo atrapar ese momento. Se giró distraída; quizás, imbuida por el olor del jazmín que crecía sin prisas. Entonces, mientras oía el runrún de las noticias de las 8:10, buscó en la alacena aquel café que había comprado para moler. Y fue el insistente rugido del molinillo, lo que despertó a Olivia totalmente de su letargo; y consideró que hoy todo sería como de costumbre. La misma rutina de siempre y el mismo trabajo; por supuesto nada diferente. La misma gente, los compañeros antiguos y los que habían venido de nuevas. La misma vida bajo nubes viajeras que Olivia veía pasar desde la pequeña ventana de la oficina.
Y uno de tantos días, al regresar a casa, escuchó otra vez las voces de los niños de la casa de enfrente que volvían a jugar con su padre. Se acercó a la verja y saludó con la mano haciendo notar su presencia. Entonces Abdul, dándose por enterado, invitó a la chica a que entrara. Al abrir la cancela, ya ruinosa por el tiempo, Olivia lo observó mover con gracia una manguera de goma de la que salía agua a borbotones; haciendo que escurriese toda su espuma en una piscina de plástico descolorido, para que de este modo, la presión del agua pareciese acabar en imaginarias olas. Los críos estallaban en gritería; se divertían y contentaban salpicándose unos a otros. Pasados unos minutos, Sami salió de la piscina con todo su pelo prieto en rizos acaracolados. Miró a Olivia con sus grandes ojos y seguidamente, sacó de debajo de una toalla un álbum repleto de dibujos coloreados. Abdul comenzó a decir que, a Sami, le gustaba el mar. Pero desde que residían en España, nunca habían podido ir, ni siquiera en época de vacaciones. El niño había nacido aquí, en España. Era el pequeño de tres y a sus cuatro años, preguntaba cómo era; sí, cómo era el mar y si alguna vez lo vería. Por eso, Abdul hacía un sinfín de dibujos para llenar su bloc, el valioso tesoro de Sami: olas marinas, azules y plateadas, estrellas de punta y caballitos de mar, erizos de púas aferrados a rocas o arena dorada sobre conchas rayadas. Y sintiendo el mar con su sal pegada en la misma piel, Olivia sonrió a Sami y se acordó de aquel folio perdido; el que días atrás había llegado vagabundo y por casualidad a su casa; quizás, arrastrado por el viento marino del salado mar. Le toqueteó el oscuro pelo y le dijo que ella también quería ver el mar bajo las peregrinas nubes…
Aquella noche, Olivia soñó con la tempestad y la sal; con embestidas y golpes de arena. Una sensación de desvelo se apoderó de ella haciendo que se sobresaltara bajo las sábanas; y hubo silencio y sombras. Se encontraba sola ante la soledad, abatida; como un barco perdido a la deriva con las velas hechas jirones.
Al día siguiente,
se comunicó con Chema. Le pidió, solamente, un pequeño favor. El chico aceptó
indulgente, mascullando que Olivia no tenía remedio; pero entre risas y Coca-Cola,
acabaron la tarde ideando los planes precisos y ella, prometió ser prudente y
traerle un regalo.
A los tres días partían
rumbo al mar, el Mediterráneo. Sami miraba entusiasmado por el cristal. Las
nubes los saludaban al paso de una canción lenta de Leonard Cohen que sonaba en
M80 Radio. Olivia conducía la caravana de Chema atrapada por una emoción de
aventura. Su flequillo se alborotaba por el aire inquieto que entraba por la
ventanilla. Y Abdul compartía la
felicidad del viaje con el resto de la familia. Mientras cantaba en su idioma
nativo, preparaba un té a la hierbabuena en la diminuta cocina.
La inolvidable experiencia de Olivia fue ver a Sami reír. Reír a carcajadas cuando las olas venían y lo atrapaban; sin miedos y sin reparos. Salía corriendo todo empapado, inocente se tiraba en la arena embadurnándose por completo; buscando con agitación la presencia de ella. Y el aire se llenaba de fiesta y de risas. Ambos se divertían al tiempo que Abdul hacía fotos de todos; de los demás, de Omar y de Noah terminando con mamá un castillo de arena.
Los meses pasaron y Abdul junto con su familia, tuvo que partir a su país de origen. La falta de trabajo hizo que regresaran pronto a Marruecos; quizás, en busca de algo; puede que fuera mejor o peor de lo que ya tenían. Ahora, la casa quedó vacía y derrotada sin la alegría de los niños. La verja quedó desierta; desprovista de hojas y enredadas flores. Incluso los besos que se dieron bajo sus ramas se olvidaron entre sus huecos. Ni siquiera se veía volar a las golondrinas.
Olivia se
encontraba sola; sola ante la soledad presente.
Tánger, mayo
2010
La campanilla
había sonado con su oscilante tañido, dejando su eco metálico perdido en el horizonte.
Me puse las babuchas y entré en la casa sintiendo su vaporoso aliento. Todavía
notaba en mi rostro el reflejo dorado del atardecer. Abrí con apremio y esa luz candorosa se fundió
en una sonrisa. Un abrazo y montones de besos; toqueteos de pelo prieto en rizos
acaracolados. Era Sami. Me cogió la mano y me pidió, como solía hacer todas esas azuladas
tardes, que bajáramos a contemplar el mar. No podía decir que no y, como de
costumbre, desde que vivía allí, descubriríamos el mar con sus historias;
también las nuestras. Las que Sami y yo inventábamos bajo la luz de Tánger.