Microrrelato seleccionado por el jurado para su publicación en la Antología "Recuerdos" de la editorial Letras con Arte.
Una
neblina tímida y espesa se desdibujaba entre las farolas del parque. Ya casi no
daban luz, pues parecían morir lentamente y sin compasión. Mateo permanecía aún
recostado sobre un desvencijado banco que había encontrado como compañero de
noche. Se pasó la mano por el rostro sintiendo su piel como papel; arrugada y
áspera, al igual que las hojas esparcidas por el suelo. El desaliento había
hecho morada en su alma, haciendo que todavía dudase de la fragilidad de la
vida; era como si su interior fuera un nido enredado de pajas, malhumoradas y
amargas, que tan solo servían para confundirse aún más sin ninguna caridad. Hacía
frío y el viento se quejaba, haciendo que la humedad se acoplara en el ambiente
como recién sacada de un paisaje invernal. Con esfuerzo metió una de sus manos,
ya medio congelada, en uno de los bolsillos de su escaso abrigo. Palpó el interior
como si buscase algo, quizás la esperanza. Notó una cosa pequeña, diminuta,
casi imperceptible. Trató de agarrarla con fuerza para que no se escapara, y la
sacó despacio pero con acierto. Resultó ser una simple lenteja.
Amanecía,
deprisa o despacio, no lo pensaba…y la ilusión regresó de nuevo al imaginar que
hoy, tal vez, comería lentejas en el albergue de la esquina. Y recordó, de
pronto y sin aviso, aquel sabor casero al puchero que su madre le ponía sobre
la mesa. Entonces, tropezó con una conmovedora imagen en su cabeza: cuando de
niño, se ponía junto a ella contando las lentejas que después, durante toda la
noche, se mantendrían en remojo; y aprendía a sumar tarareando cancioncillas
infantiles que se enseñaban en la escuela. Y la vida era otra; tan diferente
que, solamente aquel recuerdo de antaño, le hizo llorar sobre el desvencijado
banco tan triste, tan frío. Ambos, solitarios espectadores de los recuerdos; de
los momentos sublimes cargados de sensaciones, que volvían una y otra vez a su
mente.
Y
vio la luz del amanecer que sonreía para él y para el parque; haciendo que la
neblina se perdiera, poco a poco, en el olvido de una claridad de tonos azules.
Observó aquella simple lenteja sobre la palma de su mano, y decidió devolverla a
su lugar de origen: su ajado bolsillo del abrigo.
Entonces,
contempló de nuevo el cielo y todo…
Ahora,
hasta la queja del viento, parecía más bonita que nunca.