Durante
un tiempo todo fue así, feliz y tranquilo. Recuerdo todo como si fuera hoy, tan
real, tan querido. Añorado durante noches en vela, vigilias de luna llena en un
lugar extranjero. A lo largo de los años, todo ha cambiado. Yo, me hice adulto
en un país distante. Mis padres murieron con el tiempo, con la prematura vejez.
Incluso la casa, no es la misma. Otra familia habita en ella. Otro candor
humedece por la noche sus balcones.
El
olor a mi madre. Aquella ropa gastada por el recio trabajo en la era. El mandil
a rayas atado atrás. El pañuelo al cuello, anudado con gracia. Su moño chupado,
repleto de horquillas dobladas que se apilaban una a una en su macilento pelo,
casi descolorido por el estío. La figura de su cuerpo a lo lejos, viniendo
despacio por la ladera.
Hoy
hace calor. El sol se exhibe abombado, amarillo, dulce como la miel, es decir,
como siempre. Como yo lo recordaba.
He
vuelto a mi tierra. Aquí huele a mí... Pues pertenezco a este terruño que al
clarear, un día se abandonó en mi corazón. Porque mi niñez se vio truncada por
la partida a otro lugar, extraño para mí, como sin vida. Muchos nos fuimos en
aquel tiempo, en un adiós al viento, nos marchamos casi sin aliento.
Hoy
retorno con mi valija, nada más traigo. Reparo entonces, en la que antaño fue
mi casa. Aquí nací y entre pañales crecí, gateando por el piso de mi hogar.
El
olor rancio a sudor, que desprendía mi padre al regresar del campo. Ese olor
añejo que se podía respirar en la casa, que impregnaba todo con un solo soplo.
Volvía cascado por la jornada, baqueteado por aquel sol sofocante que besaba
sus rasgos con sus rayos y ennegrecía su piel día a día. Tostaba su cuerpo
bañado de espigas, de cañas y de bambúes. Y luego... sus manos, aquellas manos
ásperas, recién mojadas, con aquel aroma a jabón, que me levantaban en volandas
y fuertemente me amarraban. Manos campesinas pero tiernas. Ansiadas y queridas
por el niño que fui, ese chiquillo que colmaba el hogar de zarabanda con su
escandalosa y bulliciosa risa. Que hacía de la casa una fiesta, fuera lunes o
domingo, pues en aquel ambiente de faenas y labores en la hacienda, también se
hacía lugar para el ruido y el alboroto. Sobre todo, cuando mi padre tornaba de
recoger la cosecha que, tan pronto como podía, almacenaba en el granero. Luego,
después de la cena, me sentaba en su regazo y me hablaba del campo, la siega, del verano. Me contaba historias que
me hacían reír hasta que el cansancio nos vencía. Entonces, venía mi madre
seguida de Platero. Sus ladridos nos despertaban del letargo y unos brazos me
llevaban a la cama. La luz tenue del candil no se apagaría hasta que me
durmiera. El perro se acomodaría debajo y, un silencio mudo vigilaría mis
sueños hasta la madrugada.
Sin embargo, nunca olvidé a la gente que,
aunque por poco tiempo, me vio crecer. Jamás olvidé a mis padres que me
enseñaron a subsistir. De ningún modo olvidé mi casa en la que aprendí a vivir.
No olvidé mi tierra, en la que aprendí a ser, existir, trabajar y morir.