Era temprano. El cielo se antojaba
plomizo y la rutina de la mañana se había acoplado con desgana. La calle estaba
todavía dormitando; incluso parecía que aquel día los niños no querían ir a la
escuela.
Caminaba torpemente arrastrando la pierna
derecha aquejada de dolencias de años atrás. Un gastado garrote me ayudaba como
compañero de viaje. De pronto, un ruido ensordecedor me sacó de mis
pensamientos. Me acerqué lentamente al lugar de donde procedía. Me estremecí.
¡No podía creerlo!
Enormes pedruscos se juntaban bajo una
notable polvareda que no dejaba respirar. Monstruos de hierro con sus
artilugios en movimiento se desplazaban de un lugar a otro, haciendo el trabajo
de un día cualquiera. Voces y más voces de hombrecillos azules dando instrucciones
quedaban amortiguadas por el rugir de las máquinas.
Me ahogaba. Sentí que me faltaba el
aire. Mis ojos se nublaron despacio y los cerré. Mis lágrimas se acumulaban
poco a poco, una a una, intentando encontrar salida. Las gafas se empañaron y
ya no pude ver nada. Nadie paraba. Solo
oía ruido, un ruido ensordecedor.
“Qué bien lo
pasábamos en aquellas tardes. Esas en las que el sol calentaba y nos
guarecíamos bajo las ramas. ¡Ay! Nuestras tertulias pegando la hebra. Recuerdo
al Músico (el perro de doña Carmen), que se tumbaba fiel a nuestro lado. Al
final, alguno de nosotros le hacía alguna que otra carantoña o qué sé yo,
dándole alguna chuchería de la cesta que traíamos con la merienda.
Luego, estaba
María, contadora de historias, una soñadora que fantaseaba despierta. Cada
tarde nos amenizaba con su cháchara de ser literata. A pesar de que Tomás y yo
no parábamos de bromear sanamente con ella, llegó el día que consiguió su
ilusión. Logró ser escritora y de las buenas, de las de categoría. Ahora, en
las veces que lo pienso, siento un pequeño remordimiento al recordar nuestras
meteduras con la pobre chica. Sí, claro. Consiguió realizar su sueño, cosa que
quizás, algunos de nosotros ni siquiera habíamos alcanzado. Si me viera ahora,
seguro que algo me diría y no sé, pero yo, la abrazaría.
La señora Matea
se sentaba al otro lado, cerca de la fuente por si la entraba sed. Luego, sobre
las cuatro, llegaba Adela. Saludaba a todos con el entusiasmo propio de su
juventud. Se consideraba moderna para los tiempos, pues vestía jeans de los que se compraban en
tiendas de moda. Las dos se sentaban en el mismo bando; cosían a veces y otras,
hacían punto. De cuando en cuando, alzaban sus ojillos para observar lo que se
cocía en el ambiente pero, a menos que fuera muy de su interés, no se metían
para nada en conversación.
Ahí estaba
Tomás, admirando el buen hacer de Adelita. La preguntaba por las telas, los
colores de los hilos, la forma de hacer los remates y el acabado de los
dobladillos. Me convencí de que tanta admiración provenía de algo interior más
profundo que la simple costura. ¿Sería quizás un amor apasionado? Incluso
tartamudeaba cuando ella se acercaba. Cuando se despedían, nunca se atrevía a
decirle nada; ni una declaración, ni nada. Ni siquiera la acompañó alguna vez a
casa. Me preguntaba dónde estaría el valor de aquel muchacho que todas las
tardes aparecía en la plaza.
Con el tiempo,
en un día inesperado apareció Julia, mi Julia. Mi amor, mi inspiración. Se
presentó con su pelo alborotado y me cautivó por completo. Su gracia chispeante
me traspasó el alma. Su encanto risueño me enamoró en silencio, hasta que un
día la invité a quedarse bajo las ramas. Quise compartir nuestras tardes de
tertulias, hilvanes y pespuntes; meriendas y lecturas; pues yo, siempre tenía
algún que otro libro en mi regazo. Poco a poco fuimos abriéndonos camino, hasta
que un día de domingo, me casé con ella. Nunca se disipó la luz radiante de su
mirada, que cada tarde compartía sublime con todos nuestros vecinos.
Fuimos jóvenes en
la plaza bajo las desnudas ramas. Nos hicimos viejos en ella y, sin saberlo,
pasó el tiempo sin contratiempos. Pero llegó el momento, en que nos evaporamos
los unos de los otros o la vida, quizás, hizo que se produjera el olvido.”
Han cortado los árboles. Sus ramas
yacen en la plaza.
Ahora, las máquinas descansan.
Mi corazón se desborda.
Hola Ana
ResponderEliminarme relaja y me hace feliz, leer tu tierna poesia, llena de sencillez y calidez...
Nos conocemos pero hace tiempo que no coincidimos,
hasta pronto
Para este lector o lectora anónimo:
EliminarMe satisface profundamente que mis palabras puedan hacer sentir feliz a alguien. Me conmueve el comentario y me anima a seguir escribiendo para el disfrute de otros.
Bueno, espero que algún día nos reencontremos y me puedas decir quién realmente eres.
¡Hasta pronto!