domingo, 14 de febrero de 2016

Desnudas ramas

    Era temprano. El cielo se antojaba plomizo y la rutina de la mañana se había acoplado con desgana. La calle estaba todavía dormitando; incluso parecía que aquel día los niños no querían ir a la escuela.
    Caminaba torpemente arrastrando la pierna derecha aquejada de dolencias de años atrás. Un gastado garrote me ayudaba como compañero de viaje. De pronto, un ruido ensordecedor me sacó de mis pensamientos. Me acerqué lentamente al lugar de donde procedía. Me estremecí. ¡No podía creerlo!
    Enormes pedruscos se juntaban bajo una notable polvareda que no dejaba respirar. Monstruos de hierro con sus artilugios en movimiento se desplazaban de un lugar a otro, haciendo el trabajo de un día cualquiera. Voces y más voces de hombrecillos azules dando instrucciones quedaban amortiguadas por el rugir de las máquinas.
    Me ahogaba. Sentí que me faltaba el aire. Mis ojos se nublaron despacio y los cerré. Mis lágrimas se acumulaban poco a poco, una a una, intentando encontrar salida. Las gafas se empañaron y ya no pude ver nada.  Nadie paraba. Solo oía ruido, un ruido ensordecedor.

    “Qué bien lo pasábamos en aquellas tardes. Esas en las que el sol calentaba y nos guarecíamos bajo las ramas. ¡Ay! Nuestras tertulias pegando la hebra. Recuerdo al Músico (el perro de doña Carmen), que se tumbaba fiel a nuestro lado. Al final, alguno de nosotros le hacía alguna que otra carantoña o qué sé yo, dándole alguna chuchería de la cesta que traíamos con la merienda.
    Luego, estaba María, contadora de historias, una soñadora que fantaseaba despierta. Cada tarde nos amenizaba con su cháchara de ser literata. A pesar de que Tomás y yo no parábamos de bromear sanamente con ella, llegó el día que consiguió su ilusión. Logró ser escritora y de las buenas, de las de categoría. Ahora, en las veces que lo pienso, siento un pequeño remordimiento al recordar nuestras meteduras con la pobre chica. Sí, claro. Consiguió realizar su sueño, cosa que quizás, algunos de nosotros ni siquiera habíamos alcanzado. Si me viera ahora, seguro que algo me diría y no sé, pero yo, la abrazaría.
    La señora Matea se sentaba al otro lado, cerca de la fuente por si la entraba sed. Luego, sobre las cuatro, llegaba Adela. Saludaba a todos con el entusiasmo propio de su juventud. Se consideraba moderna para los tiempos,  pues vestía jeans de los que se compraban en tiendas de moda. Las dos se sentaban en el mismo bando; cosían a veces y otras, hacían punto. De cuando en cuando, alzaban sus ojillos para observar lo que se cocía en el ambiente pero, a menos que fuera muy de su interés, no se metían para nada en conversación.
    Ahí estaba Tomás, admirando el buen hacer de Adelita. La preguntaba por las telas, los colores de los hilos, la forma de hacer los remates y el acabado de los dobladillos. Me convencí de que tanta admiración provenía de algo interior más profundo que la simple costura. ¿Sería quizás un amor apasionado? Incluso tartamudeaba cuando ella se acercaba. Cuando se despedían, nunca se atrevía a decirle nada; ni una declaración, ni nada. Ni siquiera la acompañó alguna vez a casa. Me preguntaba dónde estaría el valor de aquel muchacho que todas las tardes aparecía en la plaza.
    Con el tiempo, en un día inesperado apareció Julia, mi Julia. Mi amor, mi inspiración. Se presentó con su pelo alborotado y me cautivó por completo. Su gracia chispeante me traspasó el alma. Su encanto risueño me enamoró en silencio, hasta que un día la invité a quedarse bajo las ramas. Quise compartir nuestras tardes de tertulias, hilvanes y pespuntes; meriendas y lecturas; pues yo, siempre tenía algún que otro libro en mi regazo. Poco a poco fuimos abriéndonos camino, hasta que un día de domingo, me casé con ella. Nunca se disipó la luz radiante de su mirada, que cada tarde compartía sublime con todos nuestros vecinos.
    Fuimos jóvenes en la plaza bajo las desnudas ramas. Nos hicimos viejos en ella y, sin saberlo, pasó el tiempo sin contratiempos. Pero llegó el momento, en que nos evaporamos los unos de los otros o la vida, quizás, hizo que se produjera el olvido.”
    Han cortado los árboles. Sus ramas yacen en la plaza.
    Ahora, las máquinas descansan.
    Mi corazón se desborda.
                                                   




2 comentarios:

  1. Hola Ana
    me relaja y me hace feliz, leer tu tierna poesia, llena de sencillez y calidez...
    Nos conocemos pero hace tiempo que no coincidimos,
    hasta pronto

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    Respuestas
    1. Para este lector o lectora anónimo:
      Me satisface profundamente que mis palabras puedan hacer sentir feliz a alguien. Me conmueve el comentario y me anima a seguir escribiendo para el disfrute de otros.
      Bueno, espero que algún día nos reencontremos y me puedas decir quién realmente eres.
      ¡Hasta pronto!

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