Era
junio. Hacía excesivo calor. Inconscientemente buscaba la sombra de
la callejuela. Caminaba tranquila, sin prisas. Acababa de salir de la
librería. Había sido un día duro. Mucho trabajo con los pedidos de
nuevas obras y volúmenes. Don Manuel estuvo todo el día como quién
dice, pegado al teléfono. No pude contar con él. Y Rosita, lo que
se dice, ni palo al agua. Tras sus redondas gafas, parecía enredar
en algo de las cuentas; pero nada de nada.
Quizá,
Don Manuel, la viera como afanosa; pero a mí no me engañaba con
eso de estar pendiente de los estados contables. Pensé que me
echaría una mano. Sin embargo, la gente continuaba entrando y ella,
seguía apoltronada en la butaca sin moverse ni un ápice. ¡Creí
que me daba algo! Y además, ahí estaban esperando los pedidos.
Ciertamente:
El día, ¡no había resultado nada liviano!
Me sentía
cansada. El calor sofocante me agotaba aún más. Deseaba estar pronto en casa,
tumbarme en la azotea y esperar que llegasen las primeras estrellas.
Continué a paso ligero y, por fin, llegué a la plaza.
Continué a paso ligero y, por fin, llegué a la plaza.
Allí estaba,
justamente cerca de la entrada del café. Demandaba con paciencia, la llegada de
clientes que, por alguna moneda, quisieran abrillantar sus zapatos.
Me detuve
cerca y le observé.
Aguardaba
taciturno, con la mirada perdida. De repente, noté su sobresalto por el jaleo
de chiquillos que jugaban en la plaza.
Me fijé un
poco más. Sentí cercanía. Me olvidé por completo de mí misma; de lo que había
sido mi día y de lo que me esperaba: La azotea y mis estrellas.
El cansancio
ya no importaba.
Pantalón de
pana y camisa oscura, ya muy gastados. Consideré que acentuaban aún más los
marcados rasgos de su semblante. Asomaba
a su bolsillo un arrugado y amarillento
pañuelo. Entonces, le imaginé acostumbrado a secar su profuso sudor que, en
época calurosa, destilaba en su frente; dejando huella por el arduo restregar
del calzado.
Allí seguía,
como todos los días, y cuando alguien se sentaba en el desvencijado taburete,
salía de su ensimismamiento y, con brío, aplicaba un betún negruzco que tiznaba
sus manos. Con ímpetu, frotaba y ludía hasta conseguir el brillo esperado.
Luego, se incorporaba despacio sacando el pañuelo, y se enjugaba el rostro.
Recibía la compensación por su trabajo y, entonces, volvía a su embeleso. A
perder su profunda mirada en el infinito. A olvidar aquel calificativo con el
que se le identificaba y que arrinconaba en
su mente de ensueño. De simple y boba fantasía; pero que subsistía invulnerable
como ¡el limpiabotas!
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