lunes, 22 de febrero de 2016

Olvidé las estrellas


 



Era junio. Hacía excesivo calor. Inconscientemente buscaba la sombra de la callejuela. Caminaba tranquila, sin prisas. Acababa de salir de la librería. Había sido un día duro. Mucho trabajo con los pedidos de nuevas obras y volúmenes. Don Manuel estuvo todo el día como quién dice, pegado al teléfono. No pude contar con él. Y Rosita, lo que se dice, ni palo al agua. Tras sus redondas gafas, parecía enredar en algo de las cuentas; pero nada de nada.
Quizá, Don Manuel, la viera como afanosa; pero a mí no me engañaba con eso de estar pendiente de los estados contables. Pensé que me echaría una mano. Sin embargo, la gente continuaba entrando y ella, seguía apoltronada en la butaca sin moverse ni un ápice. ¡Creí que me daba algo! Y además, ahí estaban esperando los pedidos.
Ciertamente: El día, ¡no había resultado nada liviano!
Me sentía cansada. El calor sofocante me agotaba aún más. Deseaba estar pronto en casa, tumbarme en la azotea y esperar que llegasen las primeras estrellas.
Continué a paso ligero y, por fin, llegué a la plaza.
Allí estaba, justamente cerca de la entrada del café. Demandaba con paciencia, la llegada de clientes que, por alguna moneda, quisieran abrillantar sus zapatos. 
Me detuve cerca y le observé.
Aguardaba taciturno, con la mirada perdida. De repente, noté su sobresalto por el jaleo de chiquillos que jugaban en la plaza.
Me fijé un poco más. Sentí cercanía. Me olvidé por completo de mí misma; de lo que había sido mi día y de lo que me esperaba: La azotea y mis estrellas.
El cansancio ya no importaba.

Pantalón de pana y camisa oscura, ya muy gastados. Consideré que acentuaban aún más los marcados  rasgos de su semblante. Asomaba a su bolsillo un  arrugado y amarillento pañuelo. Entonces, le imaginé acostumbrado a secar su profuso sudor que, en época calurosa, destilaba en su frente; dejando huella por el arduo restregar del calzado.
Allí seguía, como todos los días, y cuando alguien se sentaba en el desvencijado taburete, salía de su ensimismamiento y, con brío, aplicaba un betún negruzco que tiznaba sus manos. Con ímpetu, frotaba y ludía hasta conseguir el brillo esperado. Luego, se incorporaba despacio sacando el pañuelo, y se enjugaba el rostro. Recibía la compensación por su trabajo y, entonces, volvía a su embeleso. A perder su profunda mirada en el infinito. A olvidar aquel calificativo con el que se le identificaba y que arrinconaba en su mente de ensueño. De simple y boba fantasía; pero que subsistía invulnerable como ¡el limpiabotas!



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