jueves, 17 de marzo de 2016

Entre viñedos

“Una escena de recolección. En un primer plano, se observa un pretil a modo de cercado. Sobre él están sentados un caballero y una dama. Éste le ofrece un racimo de uvas que ella acepta sin tardanza. Un niño que está de espaldas, alza sus brazos como si también quisiera cogerlas. Aparece, además, una vendimiadora con un cesto a la cabeza lleno de racimos y en actitud de espera, por si el caballero y la dama quisieran coger más uvas. Más allá del pretil, y en el paisaje de viñas, puede apreciarse a dos vendimiadores en pleno trabajo. El colorido es luminoso y claro; hay un predominio de tonos suaves y delicados”.

Volvía de nuevo a casa para últimos de septiembre. El verano había pasado sin contratiempos. Un poco de playa compartido con la montaña, con unas cuantas amigas que ya volvían a la rutina y a la misma cotidianidad de siempre. Mi viaje fue tranquilo, en el tren de las 14:50.  Al cabo de unas horas mi padre me recogía en la estación  todo contento por mi regreso.
En la casa familiar me esperaban impacientes y con ganas de volver a verme…
El paisaje había cambiado. Los colores se mostraban tornadizos por la pronta llegada del otoño. Las hojas caían repentinas sobre lo que había sido una alfombra de hierba verde. Ahora, el jardín se confundía por un tapiz húmedo debido a la hojarasca que día tras día se acumulaba lenta y pausadamente; unas veces arrastrada por el viento y otras, simplemente, amontonada por la presurosa decadencia del verano. Las flores de la balaustrada habían mudado sus avivadas hojas por ajadas y deslucidas ramas. La broza resurgía sin clemencia sombreando el cenador y, de repente, noté que la nostalgia de tiempos pasados me aturdía y me regalaba aquellos recuerdos que creía perdidos, uno a uno como sacados de mis cuentos de infancia.
Una mesa cubierta por un mantel azul celeste embellecía el porche. En el centro, un jarrón con las últimas flores ya mustias y sin color hacía de triste adorno sobre la tela. Unas sillas gastadas  se colocaban a su alrededor desoladas, vacías, sin la presencia de la familia que ya se cobijaba en la casa grande, deseando que el  placentero calor de la chimenea renaciera de las pequeñas ascuas que empezaban  a hacerse notar, encendidas y chisporroteantes.
Al entrar me envolvió el murmullo de las voces familiares que provenían del salón; mis abuelos, mis tíos y primos permanecían junto a mi madre que seguía sentada en su silla, como de costumbre,  mirando por el ventanal hacia la verja de detrás de los álamos. Con la vista fija tras sus redondas gafas continuaba en calma, con la querencia de la llegada después de tanto… sí, de mucho tiempo. Años que, quizá, habían transcurrido ahogados en el dolor amargo de la ausencia. Por mi parte, deseaba que algún día ese tiempo fugado que nos había dejado vencidos, se hiciera cargo del desenlace y, al fin, nos dejara conquistar aquello que con vano afán habíamos dejado abandonado. Y creí que, si el corazón se resentía por la penosa distancia, ahora era el momento de humedecer las fuentes de esa soledad que había compartido nuestras vidas, sin lamentarse por las heridas que como muros se habían cernido quedamente entre nosotros. Y pensé en mi madre que, cuando me vio partir,  aturdida creyó que no tendría ya vida. Ahora, sin embargo, me veía sonreír y yo me encontré en su luz, la de ella… reflejo de un amor que volvía al nido como quien dice; y entonces me di cuenta que, al fin, el tiempo se había hecho cargo y  nos abría sus puertas de nuevo así sin más dilación en su paso, para reconquistar aquello que creíamos enterrado.
La tarde, y después la cena transcurrieron en un suspiro, llenando el ambiente de variados detalles de los acontecimientos sucedidos en los años que yo me había ausentado. Así, con el corazón mitigado por la nostalgia y dejando de lado el desaliento y los fracasos, nos fundimos perezosamente en el refugio de la acallada noche.
Antes de que llegara el alba me desperté con el alboroto procedente del piso de abajo. Era una jornada especial en la casa grande. Toda la familia se juntaba para la vendimia, como por tradición se hacía. Me levanté con apuro, con el pelo alborotado y el pijama de cuadros todavía oprimiendo mis caderas. Desde la cocina mis primos gritaban mi nombre para el desayuno. El olor a café y pan recién horneado subía por la escalera, topándose con el frío amanecer que anunciaba el nuevo día.

Después subimos atropelladamente a la vieja camioneta. Los últimos, mis abuelos; llevaban las cestas repletas con el almuerzo. Ya no parábamos hasta llegar a las viñas, unos cuántos kilómetros en dirección sur. Y al fin, nos mezclábamos entre los viñedos que nos salpicaban con sus esencias más dulces, mojándonos de jugos azucarados, endulzando nuestro mundo de un placentero deleite difícil de dejar olvidado…


Ante todos se mostraba un paisaje colmado de uvas maduras expuestas al sol; algunas tan bonitas que parecían de adorno, enceradas y prietas…caprichosas. ¡Una delicia observarlas arracimadas y apretujadas! Luego, era mi abuelo acompañado por mi padre y mi tío Fausto los que elegían los racimos de modo selectivo, haciendo honor de la mucha experiencia que tenían  de los pródigos años de faena. Mientras, yo imaginaba el vino ya embotellado; espumoso, generoso y delicioso,  pues contemplaba dichos racimos agrupados, ya dispuestos en capazos varios que, posteriormente, las mujeres subían al maltrecho remolque del tractor de mi tío. Es cierto que nos levantábamos y agachábamos sin cesar, una y otra vez, de sol a sol parando un rato para el almuerzo; pero era bonito y real, algo sólido que crecía de forma gradual en nuestro interior. Un reencuentro familiar que se revivía cada año…














Museo del Prado
— Disculpe, señora. Quedan escasamente diez minutos para cerrar el museo — dijo de pronto a mis espaldas una pausada voz.
— ¡Oh, perdón! Se me ha pasado el tiempo deprisa. ¡Muchas gracias por el aviso! — contesté desorientada a modo de excusa.
Me levanté con premura del asiento que ocupaba frente al cuadro. Desvié lentamente la vista hacia la salida de la sala, quedando grabada como a fuego la imagen de las uvas como símbolo de la estación de otoño. Desperté poco a poco de mi recuerdo, aquel que el cuadro me había traído como regalo de mi juventud perdida. ¿El cuadro? “La vendimia o El otoño”. ¿El pintor? Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo de estilo rococó, pintado para los tapices que irían destinados al comedor del Príncipe del palacio de El Pardo en Madrid. Aquí se hallaba expuesto, pero la  escena de los campos de recolección junto con sus personajes, se iba desvaneciendo a medida que yo me iba alejando hacia la puerta de salida del museo.
Afuera, el viento gélido de diciembre congeló mi recuerdo. Volví a la realidad; las luces de los coches iluminaban la oscuridad de la noche. Laura me estaba esperando.



29 de Marzo de 2012
Antigua Librería “HojaCreativa”
Presentación de la primera Novela de Cecilia  M. Julger
20:00 horas. Sala Dorada.

            Estaba inmensamente feliz rodeada de tantos amigos y seres queridos. Laura y los niños sonreían en sus asientos. Alfredo se ocultaba detrás de su cámara que no paraba de capturar imágenes del evento. El tiempo pasaba, y yo continuaba firmando ejemplares y agradeciendo a todos su esfuerzo por asistir. Después, me tomé unos minutos, y a continuación les dirigí unas emotivas palabras:
“Con esta novela no he pretendido tener éxito en el mundo editorial. Solamente he querido dejar a los míos, en especial a mi hija Laura y su marido Alfredo junto con mis cinco nietos, una historia que me surgió de un cuadro, de repente; pero una historia real de un recuerdo pasado. Un relato de mi vida que no quiero que desaparezca, quizá porque ahora en nuestro mundo moderno esas cosas no se lleven. Pero que, sin embargo, fue la esencia de vidas felices, de valores familiares y de risas de una juventud querida y ansiada. Una mocedad enriquecida por el amor que nos mostró y nos dio la madre naturaleza; con sus viñas de uvas madurando al sol; que hacían que nuestro trabajo fuera gratificante y con significado. Que nos enseñó valiosas lecciones de cómo vivir la vida sin banalidades y necedades. Quiero que mis nietos sepan cómo era esta clase de vida, y por eso les dedico mi libro; mis palabras escritas con un inmenso cariño. Muchas gracias por su asistencia, y espero que aún a mis 80 años pueda seguir dejando huella en ustedes”.
La velada terminó tarde y la librería cerró sus puertas apagando sus últimas luces.

Con el paso del tiempo, “Entre viñedos” tuvo muy buena aceptación entre los lectores, editándose nuevamente en ocasiones varias y traduciéndose a otros idiomas.
En noviembre de 2014, un día gélido y frío, Cecilia falleció en la casa grande rodeada de todos los suyos. La de antaño, la casa en la que se reunía toda la familia para la vendimia. Se marchó, sí. Pero dejó su historia, la que no quiso que se perdiera en un silencio olvidado.
Ahora… es nuestra historia.
La mía y la de mis hermanos…

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si te ha gustado alguno de mis relatos, puedes dejarme un comentario. Estaré encantada de leerlo.