“Una escena de recolección. En un primer plano, se
observa un pretil a modo de cercado. Sobre él están sentados un caballero y una
dama. Éste le ofrece un racimo de uvas que ella acepta sin tardanza. Un niño
que está de espaldas, alza sus brazos como si también quisiera cogerlas.
Aparece, además, una vendimiadora con un cesto a la cabeza lleno de racimos y
en actitud de espera, por si el caballero y la dama quisieran coger más uvas.
Más allá del pretil, y en el paisaje de viñas, puede apreciarse a dos
vendimiadores en pleno trabajo. El colorido es luminoso y claro; hay un
predominio de tonos suaves y delicados”.
Volvía
de nuevo a casa para últimos de septiembre. El verano había pasado sin
contratiempos. Un poco de playa compartido con la montaña, con unas cuantas
amigas que ya volvían a la rutina y a la misma cotidianidad de siempre. Mi
viaje fue tranquilo, en el tren de las 14:50.
Al cabo de unas horas mi padre me recogía en la estación todo contento por mi regreso.
El paisaje había
cambiado. Los colores se mostraban tornadizos por la pronta llegada del otoño.
Las hojas caían repentinas sobre lo que había sido una alfombra de hierba
verde. Ahora, el jardín se confundía por un tapiz húmedo debido a la hojarasca
que día tras día se acumulaba lenta y pausadamente; unas veces arrastrada por
el viento y otras, simplemente, amontonada por la presurosa decadencia del
verano. Las flores de la balaustrada habían mudado sus avivadas hojas por
ajadas y deslucidas ramas. La broza resurgía sin clemencia sombreando el
cenador y, de repente, noté que la nostalgia de tiempos pasados me aturdía y me
regalaba aquellos recuerdos que creía perdidos, uno a uno como sacados de mis
cuentos de infancia.
Una mesa
cubierta por un mantel azul celeste embellecía el porche. En el centro, un
jarrón con las últimas flores ya mustias y sin color hacía de triste adorno
sobre la tela. Unas sillas gastadas se
colocaban a su alrededor desoladas, vacías, sin la presencia de la familia que
ya se cobijaba en la casa grande, deseando que el placentero calor de la chimenea renaciera de
las pequeñas ascuas que empezaban a
hacerse notar, encendidas y chisporroteantes.
Al entrar me
envolvió el murmullo de las voces familiares que provenían del salón; mis
abuelos, mis tíos y primos permanecían junto a mi madre que seguía sentada en
su silla, como de costumbre, mirando por
el ventanal hacia la verja de detrás de los álamos. Con la vista fija tras sus
redondas gafas continuaba en calma, con la querencia de la llegada después de
tanto… sí, de mucho tiempo. Años que, quizá, habían transcurrido ahogados en el
dolor amargo de la ausencia. Por mi parte, deseaba que algún día ese tiempo
fugado que nos había dejado vencidos, se hiciera cargo del desenlace y, al fin,
nos dejara conquistar aquello que con vano afán habíamos dejado abandonado. Y
creí que, si el corazón se resentía por la penosa distancia, ahora era el
momento de humedecer las fuentes de esa soledad que había compartido nuestras
vidas, sin lamentarse por las heridas que como muros se habían cernido
quedamente entre nosotros. Y pensé en mi madre que, cuando me vio partir, aturdida creyó que no tendría ya vida. Ahora,
sin embargo, me veía sonreír y yo me encontré en su luz, la de ella… reflejo de
un amor que volvía al nido como quien dice; y entonces me di cuenta que, al
fin, el tiempo se había hecho cargo y
nos abría sus puertas de nuevo así sin más dilación en su paso, para
reconquistar aquello que creíamos enterrado.
La tarde, y
después la cena transcurrieron en un suspiro, llenando el ambiente de variados
detalles de los acontecimientos sucedidos en los años que yo me había
ausentado. Así, con el corazón mitigado por la nostalgia y dejando de lado el
desaliento y los fracasos, nos fundimos perezosamente en el refugio de la
acallada noche.
Antes de que
llegara el alba me desperté con el alboroto procedente del piso de abajo. Era
una jornada especial en la casa grande. Toda la familia se juntaba para la
vendimia, como por tradición se hacía. Me levanté con apuro, con el pelo
alborotado y el pijama de cuadros todavía oprimiendo mis caderas. Desde la
cocina mis primos gritaban mi nombre para el desayuno. El olor a café y pan
recién horneado subía por la escalera, topándose con el frío amanecer que
anunciaba el nuevo día.
Después subimos atropelladamente a la vieja camioneta. Los últimos, mis abuelos; llevaban las cestas repletas con el almuerzo. Ya no parábamos hasta llegar a las viñas, unos cuántos kilómetros en dirección sur. Y al fin, nos mezclábamos entre los viñedos que nos salpicaban con sus esencias más dulces, mojándonos de jugos azucarados, endulzando nuestro mundo de un placentero deleite difícil de dejar olvidado…
Ante todos se mostraba un paisaje colmado de uvas maduras expuestas al sol; algunas tan bonitas que parecían de adorno, enceradas y prietas…caprichosas. ¡Una delicia observarlas arracimadas y apretujadas! Luego, era mi abuelo acompañado por mi padre y mi tío Fausto los que elegían los racimos de modo selectivo, haciendo honor de la mucha experiencia que tenían de los pródigos años de faena. Mientras, yo imaginaba el vino ya embotellado; espumoso, generoso y delicioso, pues contemplaba dichos racimos agrupados, ya dispuestos en capazos varios que, posteriormente, las mujeres subían al maltrecho remolque del tractor de mi tío. Es cierto que nos levantábamos y agachábamos sin cesar, una y otra vez, de sol a sol parando un rato para el almuerzo; pero era bonito y real, algo sólido que crecía de forma gradual en nuestro interior. Un reencuentro familiar que se revivía cada año…
— Disculpe,
señora. Quedan escasamente diez minutos para cerrar el museo — dijo de pronto a
mis espaldas una pausada voz.
— ¡Oh, perdón!
Se me ha pasado el tiempo deprisa. ¡Muchas gracias por el aviso! — contesté
desorientada a modo de excusa.
Me
levanté con premura del asiento que ocupaba frente al cuadro. Desvié lentamente
la vista hacia la salida de la sala, quedando grabada como a fuego la imagen de
las uvas como símbolo de la estación de otoño. Desperté poco a poco de mi
recuerdo, aquel que el cuadro me había traído como regalo de mi juventud
perdida. ¿El cuadro? “La vendimia o El otoño”. ¿El pintor? Francisco de Goya.
Óleo sobre lienzo de estilo rococó, pintado para los tapices que irían
destinados al comedor del Príncipe del palacio de El Pardo en Madrid. Aquí se
hallaba expuesto, pero la escena de los
campos de recolección junto con sus personajes, se iba desvaneciendo a medida
que yo me iba alejando hacia la puerta de salida del museo.
Afuera, el
viento gélido de diciembre congeló mi recuerdo. Volví a la realidad; las luces
de los coches iluminaban la oscuridad de la noche. Laura me estaba esperando.
29 de Marzo de
2012
Antigua Librería
“HojaCreativa”
Presentación de
la primera Novela de Cecilia M. Julger
20:00 horas.
Sala Dorada.
Estaba inmensamente feliz rodeada de
tantos amigos y seres queridos. Laura y los niños sonreían en sus asientos.
Alfredo se ocultaba detrás de su cámara que no paraba de capturar imágenes del
evento. El tiempo pasaba, y yo continuaba firmando ejemplares y agradeciendo a
todos su esfuerzo por asistir. Después, me tomé unos minutos, y a continuación
les dirigí unas emotivas palabras:
“Con esta novela
no he pretendido tener éxito en el mundo editorial. Solamente he querido dejar
a los míos, en especial a mi hija Laura y su marido Alfredo junto con mis cinco
nietos, una historia que me surgió de un cuadro, de repente; pero una historia
real de un recuerdo pasado. Un relato de mi vida que no quiero que desaparezca,
quizá porque ahora en nuestro mundo moderno esas cosas no se lleven. Pero que,
sin embargo, fue la esencia de vidas felices, de valores familiares y de risas
de una juventud querida y ansiada. Una mocedad enriquecida por el amor que nos
mostró y nos dio la madre naturaleza; con sus viñas de uvas madurando al sol;
que hacían que nuestro trabajo fuera gratificante y con significado. Que nos
enseñó valiosas lecciones de cómo vivir la vida sin banalidades y necedades.
Quiero que mis nietos sepan cómo era esta clase de vida, y por eso les dedico
mi libro; mis palabras escritas con un inmenso cariño. Muchas gracias por su
asistencia, y espero que aún a mis 80 años pueda seguir dejando huella en
ustedes”.
La velada
terminó tarde y la librería cerró sus puertas apagando sus últimas luces.
Con
el paso del tiempo, “Entre viñedos” tuvo muy buena aceptación entre los
lectores, editándose nuevamente en ocasiones varias y traduciéndose a otros
idiomas.
En noviembre de
2014, un día gélido y frío, Cecilia falleció en la casa grande rodeada de todos
los suyos. La de antaño, la casa en la que se reunía toda la familia para la
vendimia. Se marchó, sí. Pero dejó su historia, la que no quiso que se perdiera
en un silencio olvidado.
Ahora… es nuestra historia.
La mía y la de mis hermanos…
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