domingo, 27 de marzo de 2016

Un concierto para ti

Amelia metió la llave en la cerradura. Detrás, la esperaba Vera aún emocionada; no paraba de hablar ni de hacer un sinfín de preguntas. Hacía tiempo que Amelia no se sentía así por ella; tan feliz, jovial, risueña. Después de aquella tarde, habría un después, un mañana, un no sé todavía por descubrir. Había sido una experiencia única, decidida, quizá, atrevida.
¡Sin duda, había merecido la pena!



Mayo.
La tarde se presentó sosegada, tranquila, como el navío que fondea en la bahía a la espera, puede que del viento, que venga y lo empuje, hacia otro rumbo; el horizonte. Así se sentía ella, serena como la misma tarde. La temperatura era ideal, seca, puede que el ambiente estuviera regado por un poco más del calorcito habitual. Amelia y Vera paseaban juntas, ligadas, sin soltar amarras, cogidas de la mano, como siempre; lo que tenían acostumbrado. Se acercaba la hora del concierto y decidieron darse prisa, no demorarse más entre un helado, palomitas y caracolas de caramelo.
Las terrazas seguían abarrotadas; Amelia reparó en los camareros que servían refrescos con celeridad, casi sin aliento para llegar a tiempo. Bajaban hacia la plaza sorteando a los turistas que, con sus cámaras entre manos, hacían fotos sin ton ni son; fotos y más fotos, en compañía o sin ella, un rostro aquí, un recuerdo allá. Un instante, la sonrisa.
Un gato corría asustado por los tejados. Vera se agarraba de la chaqueta de Amelia con fuerza. A veces, se sentía insegura, perdida, pequeña. Lo era; pequeña, para ella, para Amelia, aún habiendo cumplido los catorce; su niña, su vida, la flor nacida bajo un cielo de abril.
           
            Al fin, llegaron al teatro, rodeando, deshaciendo una vuelta o innovando otro camino; ignorando recovecos y olvidando los rincones. El cartel principal anunciaba a un conocido concertista. La gente se arremolinaba en las puertas abiertas. Con paciencia, Amelia y Vera lograron circular a través de la multitud, dejando atrás a los que, a última hora, compraban sus entradas en taquilla.

 
Platea central, palco 16, butacas 4 y 5, especificó una señorita ataviada de uniforme al tiempo que les entregaba el programa.
—Gracias, muy amable— dijo Amelia con un hilo de voz casi ahogado por el murmullo de la gente que quedaba atrás.
Vera seguía a su lado y como en otras ocasiones, no decía nada, solo esperaba el acaecer de lo que aconteciera, tanto si era sorpresa o la misma indiferencia; un ahora, el después, para ella algo, el todo o la nada.
Tropezó al chocar de frente con los escalones.

            Tenían el sitio perfecto, aunque cualquier zona era idónea para escuchar. Amelia sentó a Vera a su lado, ya más aquietada. Se aferró de su mano, menudita, aún un poco nerviosa en sus movimientos, haciendo jugar a Amelia entre sus dedos, traviesa y un poco saltarina. Era la primera vez que iban juntas a un concierto y el entusiasmo que sentía la niña era de lo más natural.
—¡Mamá! ¿Empieza ya?— dijo elevando la voz.
—¡Sí, cariño! Tan solo faltan cinco minutos y la música comenzará.
           
            El interior seguía siendo precioso; sus pinturas del techo en las que aparecía Talía, la musa del teatro. Los antepechos de los palcos, las finas columnillas de hierro, la embocadura del escenario y el espectacular telón de boca, hacían de la sala una belleza excepcional y a la vez, caprichosa.

            Las luces se apagaron, quedando solo el tenue amarillo limón de las luces de emergencia. El pianista salió a escena situándose a la izquierda de un piano de cola. El público aplaudía efusivamente. De inmediato, el silencio mudo se acopló a los presentes dejando el espacio al descubierto: el artista y su instrumento, presentándose inseparables bajo el vaporoso reflejo de unos focos ambarinos.
            La música comenzó a latir; primero, lenta y acompasada para luego, dejar fluir unas notas más elevadas; subían de tono para acariciar el alma, envolventes y sugerentes; haciendo que Amelia cerrara sus ojos para desear un sueño, que por el momento, era imposible.
           
            Sonata nº 3 en Si Menor de Chopin... Pensó en Javier, su marido; hubiera disfrutado del momento tanto como ella, seguro; pero se había quedado en la cama con fiebre. Observó a Vera, embobada, cautivada por la melodía. ¡Era tan guapa! Ni siquiera se movía un ápice, ni decía nada, aunque fuera bajito, susurrando. Nada de nada, solamente escuchaba, se dejaba querer por la sinfonía que hormigueaba en ella, etérea, dejando esencia en su infantil mirada, que no lo era, no existía, se había perdido con el tiempo, ocultada hasta no saber cuándo.
           
            Terminó. Fin. Todos palmoteaban sin cesar y ovacionaban con estrépito. ¡Bravo! ¡Bravo!, elogios llenos de fogosidad. El concierto fue un éxito, todo el mundo parecía contento; hablaban unos con otros dando muestras de su agrado, de la elegancia y destreza del concertista, de su talento sin precedentes.
Amelia se giró sobre sus pies y abrazó cariñosamente a Vera que sonreía tímida, todavía acompañada de la dulce armonía, que parecía surgir otra vez y una más en su  inquieta cabecita.
—¿Te ha gustado, Vera?
—Mami, ¡¿qué si me ha gustado?! Ha sido como un cuento de princesas, de los que tú me contabas.
Amelia dio besos a su hija, cien, mil quizás. Las lágrimas se sumergían en sus ojos para después caer precipitadas.
—¿Por qué lloras, mamá?— preguntó la niña buscando su cara, sintiendo a la vez sus manos mojadas.
—Estoy contenta, Vera. Lloro de felicidad, como las estrellas cuando nos dan sus destellos y nos traen su luz y alegría, como sucede en las historias y en los cuentos que te leía hace tiempo y que recuerdas. Los destellos son mis lágrimas, que salen de mí para llegar a ti, en forma de perlas que se convierten en besos, en besos de azúcar y de confite.
            Vera se levantó de la butaca sujetándose a su madre. Salieron sin ruido, juntas, dejándose entrever en la exterioridad. La noche parecía asomar, despejada y clara. La calima de la tarde aparentaba fugarse pues una brisa ligera revolvía las hojas de la acera. Amelia y Vera permanecían en silencio, sumidas quizá por el placer del momento. De pronto, una vocecilla mecida se oyó bajo la luna.
—Mami, descríbeme el teatro y lo que más te ha gustado. ¡Cuéntame! Y te diré que, aunque mi ceguera me impida ver, no importa. No me niega lo mejor, estar a tu lado y compartir la belleza de las pequeñas cosas, el valor de lo que muchos no aprecian con sus ojos que ven.

La llave giró sobre la cerradura, la puerta crujió y se abrió perezosa.
Javier estaba esperando.
            

4 comentarios:

  1. muy bien. me ha gustado mucho.

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  2. Gracias, Florencio por tu comentario y por seguir leyendo cada uno de mis relatos. Es un placer para mí.
    Un saludo.

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  3. Sin dudas emocionante, una forma de escribir muy bonita. Sigo leyendo

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  4. Fantástico,entrañable y muy real. Las personas ciegas disfrutan igual o más que los que tenemos visión. Como mi hija diría !Monisimo!

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