Como cada lunes salía temprano de casa, bajaba la
cuesta y esperaba pacientemente su llegada. De vez en cuando, se asomaba a la
calle por si lo veía aparecer a lo lejos. Mientras tanto, frotaba sus manos con
ansiedad y se movía de un lado a otro, deseando escuchar aquel acostumbrado resonar. Solía acudir siempre a la misma hora del día, muy pronto
por la mañana. Pero, a veces, él retrasaba su venida, quizás por el tiempo o
porque la gente lo entretenía demasiado. ¡O quién sabe!- pensaba ella, tal vez,
hubiera cambiado su suerte y ya, no lo vería venir en la distancia con su
bicicleta vieja y aquel dulce toque musical que daba aviso de su presencia.
Continuaba nerviosa, manoseando algo en el interior de su cesta. Sí, claro, se
habría demorado por alguna circunstancia y aunque hacía frío decidió quedarse
otro rato. El roce del metal tintineaba dentro de la canasta. ¿Qué haría si él
no aparecía? Volvió a fisgar en la lontananza y al fin, divisó una figura que
le era familiar. El pedaleo constante sobre el
gastado adoquín, el suave roce de los labios produciendo aquel
sonido tan usual mezclado perezosamente
con el chirriar de los ejes de su cascada bici.
En la
lejanía, acercándose con lentitud, aquella silueta en la que tanto pensaba. Su
aspecto juvenil, un poco descuidado, traía tantos recuerdos a su memoria,
tantas historias tejidas en su cabeza. Los días habían transcurrido con una
parsimonia tan confusa, que su deseo de volver a verlo se había tornado
intenso. Sin embargo, a la vez, sentía un leve cosquilleo en su interior, una
mezcla de desasosiego y bienestar propios de la adolescencia. Notó las manos
frías, la garganta seca. ¡Tengo que serenarme!- se dijo intentando parecer
tranquila, desapercibida entre las demás mujeres que salían de sus casas
al oír el habitual silbido. Se juntaron
a ella, saludando efusivamente al hombre que llegaba. Allí estaba él. Sus ojos
castaños brillaban al sonreír como luciérnagas de colores en la noche oscura.
De inmediato, empezó a recoger de acá para allá
utensilios y otros tantos, desafilados por la frecuente monotonía. Ella,
temblaba. Tímida, abrió su canasta, sacando un par de cuchillos y un gastado
cortaplumas. Aproximándose, se los extendió, evitando su mirada. Las otras,
cotorreaban sin apenas parar, sin percatarse que ese momento, era un detenerse
del tiempo para vivir ella. Para imaginar su existencia de una forma
inexistente.
No
obstante, nada había cambiado. Él, se marcharía dejando vacía su alma.
Todo
seguiría igual y, como cada lunes, el afilador aguzaría deslucidos
cuchillos que ella, abandonaba triste
en su
cesta de paja.
Ana me encanta como escribes me trasmites mucho sentimiento,enhorabuena
ResponderEliminarQuerida lectora:
EliminarGracias por tu comentario, Ángeles. Me es muy gratificante saber que, con mis palabras, puedo llegar a tu corazón.
Espero que siga siendo así.
Besos.