sábado, 22 de octubre de 2016

Vacío invernal






Relato seleccionado por el jurado para su publicación en la Antología "Vivencias" de la editorial Letras con Arte.

Puede que este relato tenga una parte real y otra imaginaria; pero lo que realmente queda en nuestras vidas, es esa esencia que nos dejaron y que siempre deja una profunda huella.

Recuerdo aquel verano en el que las cosas cambiaron de pronto, puede que no encontrasen su rumbo; pues aunque la vida ya se había ocupado de volver, poco a poco, esas cosas al revés, hubo un antes y un después que dejaron una huella en mi vida.

Era el tiempo en el que florecían los geranios en el patio de la casa. Ahora, la habitación del fondo ya no estaba desocupada  ni silenciosa. Alguien se dedicaba a que la radio sonase cada mañana y a leer el periódico casi a diario, descorriendo las cortinas para dejar que la luz se filtrase por los ventanales. 

El viento se mostraba poderoso; haciendo que los abultados geranios, que se veían a través de los cristales, se secasen lentamente por el estío. Y así como el viento iba y venía con sus aires de sofoco, el ritmo de la vida nos sorprendió; de tal manera, que fue invadiendo mi alma dejándola desconsolada.

Pues cuando la desmemoria ocupa una parte importante de la persona, haciéndose dueña de todo su ser, hay un vacío que prospera hasta llegar al invierno; ese invierno que deja atrás el verano en el que, incluso los sueños, se borran sin dejar pasado. Entonces, son las hojas rejuntadas en el patio, las que ya parecen tener frío, o puede que tengan miedo. Ese miedo que nos alcanza dejándonos heridos…; cuando la mente de alguien se escapa por los rincones, sin saber el porqué, o sin atender a razones.

Y eso fue lo que ocurrió aquel agosto. Ese alguien que cada día encendía su radio y desdoblaba el periódico con sus arrugadas manos, era mi abuelo. Poco a poco, sus vivencias desaparecieron bajo el frío y la oscuridad de su percepción. Y aunque aún reía, su risa se agotó despacio bajo las sombras de la habitación del fondo. 

Ni siquiera se oía el runrún de las tertulias que cada día escuchaba; pues aquella vieja radio también moría con él. Y sus recuerdos, dejaron de llenar su soledad haciéndola más profunda o, quizás, más triste; porque lo conocido, ahora se olvidó como si tuviera prisa por alejarse, de él y de nuestras vidas. Así, los placenteros colores que nos regaló aquel verano, volaron…; alterándose, de repente, por colores cenicientos que quedaron.

Pero hoy, ha vuelto a amanecer; y no es poco.


sábado, 10 de septiembre de 2016

Rosáceo infinito







Relato seleccionado por el jurado para su publicación en la Antología "Musas de verano" de la editorial Letras con Arte.


Vivo de una sonrisa…

El todoterreno parecía volar en medio del desierto. Mientras, el aire seco entraba por la ventanilla dejando evidencia de su sofocante calor; haciendo que mi piel resudara por todas partes. El ritmo lento de una canción africana se escapaba por el aparato de radio y yo, imbuida de nostalgia, me dejaba seducir por el color rojizo del horizonte. Y pensé en viajeros de todos los tiempos que, fascinados, habrían sucumbido a todos esos encantos. Nada podía ser más auténtico.

Pasaron horas, y después minutos que parecían precipitarse alocados en la arena, y en la polvareda revuelta por entre las ruedas. Entonces, sentí la euforia del reencuentro. Y miré, otra vez, aquel horizonte que se perfilaba de un tono sutil y rosáceo.

Allá, varias dunas simulaban esconderse y, unos cuantos bereberes, de turbantes negros y mares de tierra, saludaban afables a nuestro paso. Continuamos en esa aventura de descubrir una y más sensaciones a través de aquella feroz sabana, tan áspera y salvaje; pero, a la vez, tan enigmática y sublime; en aquel viaje amenizado por un grupo de avestruces que corrían asustadas, varios antílopes, y unas cuantas gacelas blancas alimentándose con vainas de algunas acacias; y al final del trayecto, solamente quedaba la calma de la espera. El todoterreno se paró de repente y en seco. Los frenos se quejaron dejando su eco en la profundidad del desierto. Una envolvente nube de polvo me rodeó impasible cegándome la visión por completo. Entonces, como un pequeño prodigio, se quiso hacer hueco la tímida claridad. Y en la realidad presente visualicé, entre las palmeras, tu graciosa imagen.

Te vi... triunfé, y corrí hacia ti.
Y el cielo se llenó de un rosáceo infinito.

Un abrazo y, luego, muchos más entretejidos; escapando desatados como los sueltos cordones de mis zapatillas; jugueteando inquietos con tu pequeña sonrisa, sin siquiera querer parar ni por un solo momento. Con mis dedos, revolvía tu pelo; asegurándote que ninguna noche oscura te robaría tus sueños; y tus rizos se entretenían sin prisa, enredados en mis manos. Y de repente, tu risa: espontánea y libre; la que hizo que unas lágrimas provocadas manaran en el árido desierto. Era un encuentro, el nuestro; el que busqué durante tiempo. Ahora, mi corazón no cabía en mí…; por mi regreso a ti, porque ya te sentía dentro.

Y bajo el rosáceo infinito… te quise para siempre.








martes, 30 de agosto de 2016

Nubes viajeras


 

“Tu luz amanece, tu color rompe el día;
 se mezclan ante mi mirar,
belleza especial de candor singular.
Tu olor me llena, me invade…
Toda tú,  clareas en mis pupilas.”



Marruecos, mayo 2010
Podía contemplar el mar; tranquilo, libre de olas. La calma era absoluta. Una paz infinita me atrapaba de modo inusual; nunca me había sentido tan feliz y tan completa. La luz del atardecer caía sobre mi rostro dejando una ligera capa de vapor a su paso. Suspiraba. Por fin, sentía algo muy diferente aunque no pudiera, ni siquiera, expresarlo con palabras.
Desde la terraza de cal tan blanca como lana contemplé de nuevo el mar y las nubes; nubes viajeras estampadas sobre un cielo pintado de azul, recogidas como si tuviesen frío. Y ese cielo tan puro que miraba era de un azul tan etéreo que se me antojó algún cuadro del Romanticismo; que me hizo evocar aquel bellísimo óleo que guardaba, desde hacía tiempo, en mi memoria: “El caminante sobre el mar de nubes” (1818), de Caspar David Friedrich. Cerré los ojos y simplemente me dejé llevar por su viajero…

Miré hacia abajo inclinándome un poco sobre la baranda. La pendiente era sobrecogedora a la misma vez que hermosa: con rocas costaneras que sobresalían como puntas escarpadas; inclinadas unas y otras, esculpidas trazando infinitas formas.
De pronto el tintineo de unos platillos me sobresaltó sacándome con brusquedad de mis pensamientos. Era Karima, la cual servía té caliente con hierbabuena junto con pastelitos de pistacho. Era una tarde perfecta, pensé para mis adentros; no podía ser mejor. Al momento, alguien hizo sonar la campanilla de afuera. Me coloqué las babuchas y entré en la casa sintiendo su vaporoso aliento. Abrí con premura la pesada puerta y mi cara se iluminó entera; mucho más que la luz que había dorado mi rostro minutos antes bajo el atardecer de Tánger.

España, junio 2009
Una brisa fresca liaba las cortinas corridas del salón. Los ventanales permanecían abiertos a la luz de la tarde, de par en par; pues ese día el calor había sido sofocante. Olivia, tendida en el sofá, repasaba unas notas de trabajo mientras sorbía las últimas gotas de un té helado, más bien ya derretido dentro del vaso. Oía las vocecillas de los niños de la casa de enfrente; parecían jugar y sus risas llegaban con un suave eco. Las cortinas se mecían una vez hacia adelante y otra, hacia atrás; distraídas se enredaban creando diversas formas, como si quisieran rehuir asustadas por el viento. Un folio apareció, sin previo aviso, sobre el suelo entarimado; parecía que había sido arrastrado hacia dentro por la corriente. Planeó hasta chocar con las sandalias esparcidas sobre la madera. Olivia se agachó presurosa para cogerlo. Era un expresivo dibujo del mar; un sol amarillo y unas nubes algodonadas; luego, olas azules que arrastraban caracolas marinas y un caballito de mar que destacaba sobre el papel.

7:30
El despertador sonaba con insistencia sobre la mesita. Olivia abrió los ojos. La noche había resultado liviana aunque la previsión había sido de temperaturas nocturnas altas. Se acurrucó entre las sábanas haciendo crujir los muelles agarrotados de la cama. Tenía pereza por levantarse. Sin embargo, el despertador volvió a sonar.

Un café bien cargado sería ideal, pensó mientras se dirigía a darse una ducha. De repente, desde la parte opuesta de la casa, la radio comenzó a silbar como enloquecida y Olivia, deshaciendo sus pasos, cambió de dirección con tan solo un movimiento. Tras breves segundos, estaba metida en la cocina cacharreando y sintiendo el sopor caliente propio de la temporada. Abrió aún más los ventanales y percibió el soplo ligero del aire fresco procedente del jardín. Esperó unos segundos, estática; como queriendo atrapar ese momento. Se giró distraída; quizás, imbuida por el olor del jazmín que crecía sin prisas. Entonces, mientras oía el runrún de las noticias de las 8:10, buscó en la alacena aquel café que había comprado para moler. Y fue el insistente rugido del molinillo, lo que despertó a Olivia totalmente de su letargo; y consideró que hoy todo sería como de costumbre. La misma rutina de siempre y el mismo trabajo; por supuesto nada diferente. La misma gente, los compañeros antiguos y los que habían venido de nuevas. La misma vida bajo nubes viajeras que Olivia veía pasar desde la pequeña ventana de la oficina.

Y uno de tantos días, al regresar a casa, escuchó otra vez las voces de los niños de la casa de enfrente que volvían a jugar con su padre. Se acercó a la verja y saludó con la mano haciendo notar su presencia. Entonces Abdul, dándose por enterado, invitó a la chica a que entrara. Al abrir la cancela, ya ruinosa por el tiempo, Olivia lo observó  mover con gracia una manguera de goma de la que salía agua a borbotones; haciendo que escurriese toda su espuma en una piscina de plástico descolorido, para que de este modo, la presión del agua pareciese acabar en imaginarias olas. Los críos estallaban en gritería; se divertían y contentaban salpicándose unos a otros. Pasados unos minutos, Sami salió de la piscina con todo su pelo prieto en rizos acaracolados. Miró a Olivia con sus grandes ojos y seguidamente, sacó de debajo de una toalla un álbum repleto de dibujos coloreados. Abdul  comenzó a decir que, a Sami, le gustaba el mar. Pero desde que residían en España, nunca habían podido ir, ni siquiera en época de vacaciones.  El niño había nacido aquí, en España. Era el pequeño de tres y a sus cuatro años, preguntaba cómo era; sí, cómo era el mar y si alguna vez lo vería. Por eso, Abdul hacía un sinfín de dibujos para llenar su bloc, el valioso tesoro de Sami: olas marinas, azules y plateadas, estrellas de punta y caballitos de mar, erizos de púas aferrados a rocas o arena dorada sobre conchas rayadas. Y sintiendo el mar con su sal pegada en la misma piel, Olivia sonrió a Sami y se acordó de aquel folio perdido; el que días atrás había llegado vagabundo y por casualidad a su casa; quizás, arrastrado por el viento marino del salado mar. Le toqueteó el oscuro pelo y le dijo que ella también quería ver el mar bajo las peregrinas nubes…

Aquella noche, Olivia soñó con la tempestad y la sal; con embestidas y golpes de arena. Una sensación de desvelo se apoderó de ella haciendo que se sobresaltara bajo las sábanas; y hubo silencio y sombras. Se encontraba sola ante la soledad, abatida; como un barco perdido a la deriva con las velas hechas jirones.
Al día siguiente, se comunicó con Chema. Le pidió, solamente, un pequeño favor. El chico aceptó indulgente, mascullando que Olivia no tenía remedio; pero entre risas y Coca-Cola, acabaron la tarde ideando los planes precisos y ella, prometió ser prudente y traerle un regalo.

A los tres días partían rumbo al mar, el Mediterráneo. Sami miraba entusiasmado por el cristal. Las nubes los saludaban al paso de una canción lenta de Leonard Cohen que sonaba en M80 Radio. Olivia conducía la caravana de Chema atrapada por una emoción de aventura. Su flequillo se alborotaba por el aire inquieto que entraba por la ventanilla.  Y Abdul compartía la felicidad del viaje con el resto de la familia. Mientras cantaba en su idioma nativo, preparaba un té a la hierbabuena en la diminuta cocina.

La inolvidable experiencia de Olivia fue ver a Sami reír. Reír a carcajadas cuando las olas venían y lo atrapaban; sin miedos y sin reparos. Salía corriendo todo empapado, inocente se tiraba en la arena embadurnándose por completo; buscando con agitación  la presencia de ella. Y el aire se llenaba de fiesta y de risas. Ambos se divertían al tiempo que Abdul hacía fotos de todos; de los demás, de Omar y de Noah terminando con mamá un castillo de arena.

Los meses pasaron y Abdul junto con su familia, tuvo que partir a su país de origen. La falta de trabajo hizo que regresaran pronto a Marruecos; quizás, en busca de algo; puede que fuera mejor o peor de lo que ya tenían. Ahora, la casa quedó vacía y derrotada sin la alegría de los niños. La verja quedó desierta; desprovista de hojas y enredadas flores. Incluso los besos que se dieron bajo sus ramas se olvidaron entre sus huecos. Ni siquiera se veía volar a las golondrinas.
Olivia se encontraba sola; sola ante la soledad presente.

Tánger, mayo 2010
La campanilla había sonado con su oscilante tañido, dejando su eco metálico perdido en el horizonte. Me puse las babuchas y entré en la casa sintiendo su vaporoso aliento. Todavía notaba en mi rostro el reflejo dorado del atardecer.  Abrí con apremio y esa luz candorosa se fundió en una sonrisa. Un abrazo y montones de besos; toqueteos de pelo prieto en rizos acaracolados. Era Sami. Me cogió la mano y me pidió, como solía hacer todas esas azuladas tardes, que bajáramos a contemplar el mar. No podía decir que no y, como de costumbre, desde que vivía allí, descubriríamos el mar con sus historias; también las nuestras. Las que Sami y yo inventábamos bajo la luz de Tánger.


                                                                                                          





lunes, 25 de julio de 2016

Nido vacío

Microrrelato

No hemos vuelto a ese nido cargado de besos que un día dejamos. No hemos vuelto a escuchar el susurro del tiempo arrugando, poco a poco y lentamente, nuestros años. Dejamos todo atrás y sin pensar; únicamente partimos arrastrando una vieja maleta por el andén de una estación cualquiera. En ella, viajaron todos nuestros recuerdos amontonados; y todo ese amor contenido gritaba desesperado por esa tierra que abandonamos.  
Una tierra que, ahora, espera ansiosa que regresemos; que sucumbamos al calor de esos encaprichados besos…  los que curan, los que invaden el alma sin siquiera detenernos.






Palabras de café

Microrrelato que obtuvo 2º Accésit en el concurso de Relato Breve "Tono Escobedo"; categoría Generosidad.


Hoy es domingo. Me levanto sin prisa y con una sonrisa; tranquila y aún un poco dormida me recreo a través de la ventana. Unas nubes viajeras me saludan al tiempo que mis ojos se posan en el  frondoso castaño que hay en la plaza. Un viejo músico se cobija bajo sus ramas. Seguramente, amenizará mi mañana con palabras que de amor hablan… Melodías paso a paso aprendidas y puede que atesoradas en su memoria para ahora ser destapadas al viento; al afecto o el desamor de quién las escuche.
Me conmueve la imagen que observo desde mi ventana, tan improvisada quizás, puede que cándida y natural. Entonces, de repente y sin pensarlo dos veces, desaparezco en silencio sin hacer mucho ruido. Distraída y de puntillas me dejo enredar por unos alocados sentimientos que me conquistan sin todavía saber si obtendrán victoria. Nada puede eclipsar lo que siento en este momento.
Minutos después, estoy a su lado bajo la sombra fresca del espeso castaño. Nuestras miradas confluyen sin distinciones ni soledades. Le pongo en sus manos una humeante taza y él me regala baladas que de amor hablan…

Unos tarareos frágiles, pero con regusto a café caliente.

sábado, 16 de julio de 2016

El espectador del viento

Microrrelato seleccionado por el jurado para su publicación en la Antología "Recuerdos" de la editorial Letras con Arte.

Una neblina tímida y espesa se desdibujaba entre las farolas del parque. Ya casi no daban luz, pues parecían morir lentamente y sin compasión. Mateo permanecía aún recostado sobre un desvencijado banco que había encontrado como compañero de noche. Se pasó la mano por el rostro sintiendo su piel como papel; arrugada y áspera, al igual que las hojas esparcidas por el suelo. El desaliento había hecho morada en su alma, haciendo que todavía dudase de la fragilidad de la vida; era como si su interior fuera un nido enredado de pajas, malhumoradas y amargas, que tan solo servían para confundirse aún más sin ninguna caridad. Hacía frío y el viento se quejaba, haciendo que la humedad se acoplara en el ambiente como recién sacada de un paisaje invernal. Con esfuerzo metió una de sus manos, ya medio congelada, en uno de los bolsillos de su escaso abrigo. Palpó el interior como si buscase algo, quizás la esperanza. Notó una cosa pequeña, diminuta, casi imperceptible. Trató de agarrarla con fuerza para que no se escapara, y la sacó despacio pero con acierto. Resultó ser una simple lenteja.

Amanecía, deprisa o despacio, no lo pensaba…y la ilusión regresó de nuevo al imaginar que hoy, tal vez, comería lentejas en el albergue de la esquina. Y recordó, de pronto y sin aviso, aquel sabor casero al puchero que su madre le ponía sobre la mesa. Entonces, tropezó con una conmovedora imagen en su cabeza: cuando de niño, se ponía junto a ella contando las lentejas que después, durante toda la noche, se mantendrían en remojo; y aprendía a sumar tarareando cancioncillas infantiles que se enseñaban en la escuela. Y la vida era otra; tan diferente que, solamente aquel recuerdo de antaño, le hizo llorar sobre el desvencijado banco tan triste, tan frío. Ambos, solitarios espectadores de los recuerdos; de los momentos sublimes cargados de sensaciones, que volvían una y otra vez a su mente.

Y vio la luz del amanecer que sonreía para él y para el parque; haciendo que la neblina se perdiera, poco a poco, en el olvido de una claridad de tonos azules. Observó aquella simple lenteja sobre la palma de su mano, y decidió devolverla a su lugar de origen: su ajado bolsillo del abrigo.

Entonces, contempló de nuevo el cielo y todo…
Ahora, hasta la queja del viento, parecía más bonita que nunca.



lunes, 20 de junio de 2016

Por la calle... entre hojas

Por la calle...
Las hojas se vuelven amarillas y ocres con el paso lento del otoño incierto que envejece con el tiempo. Revoltosas embeben el vaho del suelo y aromas desprenden al azul del cielo.
La lluvia moja mi rostro de niña, arruga y cala las hojas secas que caen mudas sobre la acera.
Camino absorta entre gente y prisas. No veo a nadie que siquiera  pare a mirar al mimo en la calle Vieja. Con su cara pintada hace gestos al aire y sus ojos vacíos  se nublan y pierden en cansadas lágrimas que en rostro de cera conserva marcadas con pinturas añejas. Nadie se fija en el pobre mimo ni en aquel viejo músico que en un rincón canta bellas canciones que de amor hablan.
Al ir avanzando percibo cerca aromas diversos que recuerdan a invierno. Aquella muchacha que mis ojos contemplan, solitaria y tímida bajo desnudas ramas.  Resguarda sus manos en delantal negro que cubre su falda de paño y lana. Con arte desliza cucuruchos de plata que llena y rellena de castañas asadas.
El antiguo café luce repleto con sus lamparitas verdes y cortinas a juego. Chocolate caliente y bollitos de miel, con presteza se sirven en mesitas redondas de color pastel. Advierto el bullir desde el ventanal e imagino tertulias del vivir diario que entretejen poemas, palabras y versos de temas sinfín.
Pero… ante todos escapan, el mimo, el músico… la castañera.
Lenta cae la tarde sobre la existencia, confusa, extraña para mí y demás gentes que transitan la calle sin pensar en nada. La lluvia cae sobre mi paraguas. Sus finas gotas resbalan torpes, caen perdidas sobre el empedrado. El tiempo pasa sin que me dé cuenta, envolviendo todo de espesura y bruma. La humedad asola la calle Vieja, dormita, ya la noche sigilosa asoma.
Las hojas mueren bajo mis pisadas, forman un manto sobre la calzada.
El triste mimo recoge su caja que apenas guarda monedas doradas. La joven muchacha se pierde a lo lejos y el bohemio músico llama a su perro, juntos se marchan con su guitarra. Recorren la calle, la calle Vieja, entre hojas granates, amarillas y ocres.