miércoles, 27 de abril de 2016

Como caracola de nácar

RELATO FINALISTA EN EL I CERTAMEN DE "RELATO BREVE" CONVOCADO POR EL AYUNTAMIENTO DE SESEÑA (TOLEDO).-
El cielo comenzaba a teñirse de tonos lavanda. Una nube se desplazaba lenta como acompañando al ligero viento del atardecer. Habían transcurrido décadas que me parecieron un mundo encerrado en su concha. Ahora, estaba en la casa grande, la familiar, la que fuera entonces de mis abuelos. Regresaba al pueblo tras años difíciles en la ciudad. Miraba por la ventana sin ver nada mientras un tenue rayo de luz asomaba tímido por una de sus rendijas. Abrí un poco más las contraventanas y sentí el olor de antaño de las aromáticas flores que adornaban la balconada. Y entonces, vi a mi abuela en aquella ventana, con su moño relamido y su vestido de paño, regando los rojos geranios que crecían despreocupados. Las imágenes acudían a mi mente como los colores de un cuadro de Manet, arremolinadas en fragmentos de una vida vivida.

Hundí las manos en los bolsillos y sonreí por dentro, por fuera. Y volví a evocarla girándose hacia mí para cogerme en volandas, de modo que me pudiera subir en la pequeña banqueta que estaba próxima a la ventana. Juntos, nos asomábamos y veíamos la calle todavía desierta. Y me encontré de nuevo con su dulce gesto y toda su gracia al revolver, con su mano, mi pelo. ¡Qué fácil era la vida cuando se era niño!
Permanecí un rato como si estuviera anestesiado por la añoranza. Mis ojos, ahora vidriosos, se cerraron de pronto escurriendo lágrimas flojas. Sentí que mi corazón daba un salto atrás y lloré por dentro, por fuera; tanto que casi me desbordé por los recuerdos.
Y seguía parado frente a aquella ventana empolvada por el tiempo, cuando tras las apretadas flores, esperábamos al abuelo. La emoción trepaba por mis adentros como un caracol atrevido. A veces, los minutos se hacían eternos por la demora; quizás, la jornada en el campo había sido de intensa faena. Pero al fin, aparecía su delgada figura ataviada con un sombrero de paja, que nos saludaba en la lejanía. Al acercarse, su risa y su voz tenían algo deliciosamente libre, como el viento desatado entre las peregrinas nubes. Y yo, ayudado por mi abuela, bajaba rápido de la banqueta dejándola medio tirada en el suelo, corriendo a cobijarme entre sus ansiados brazos.
Olía a hierba recién cortada, a campo y estío; a sol y espigas entrelazadas. Entonces, me cogía y me contaba historias de la fuente vieja donde solían parar a menudo los jornaleros a  refrescarse; a charlar de sus cosas entretenidos y, otras veces, me relataba el duro trabajo que hacían para reunir el ganado en los pilones que servían de abrevadero.
Pensé que, quizás, el tiempo curaría la ausencia. Sin embargo, no fue así. Tampoco era así en el presente. Me marché del pueblo buscando algo diferente y nuevo, puede que incluso mejor. Pero tras los deseados anhelos, me sorprendieron los mayores desvelos; y descubrí que lo que andaba buscando con tanto afán, se perdía poco a poco en ilusiones vacías y vanas.
Aquel pelo que revolvía con gracia mi abuela, había encanecido de manera rápida y precipitada, sin avisar siquiera. Incluso mi piel se mostraba arrugada por el silencio de la distancia. Y en mi soledad, rememoraba las callejuelas aún relucidas por las farolas donde los enamorados paseaban sus tardes. Y soñé otra vez la plaza, la Mayor; con sus jardines de enredadas hojas donde, de la mano, me llevaba mi abuelo; y saludábamos a Floro que regentaba un café, y a su perro Nelo que se tumbaba en la acera para dejarse acariciar por los últimos rayos del sol.
Entonces, nos sentábamos en un banco y despacio, me daba la merienda de pan y chocolate contemplando ese sol que moría entre las luces y sombras del oscurecer. Escuchaba su voz que me regalaba cuentos de fantasía y me hacía sentir el héroe de sus palabras. Y así, fueron desapareciendo los pañales y los balbuceos a medianoche, pues tras la inocencia de aquellos días, me hice mayor creciendo en Seseña. Mi pueblo, ahora, breve y ajeno de mis raíces; del que un día me despedí sin siquiera decir adiós tras los ventanales.
La nube que se desplazaba lenta como acompañando al ligero viento de la tarde, ya había desaparecido por completo, no quedaba vestigio de ella. Se había olvidado de dejar en el cielo su huella; como la realidad presente, pensé. Ya no quedaba casi nada de antaño, ni mis abuelos que me criaron habían durado, ya no existían; pues nada dura eternamente por ahora y los momentos pasan, a veces, sin querer aprovecharlos. Quizás, las desvaídas fotos colgadas por las paredes, eran lo único de un pasado que fue y que, todavía, después de tanto tiempo, quedaba prendido sobre el recuerdo.
Miré a mi alrededor, intentado sobreponerme a la inmensa tristeza que me inundaba, como si fuera una caracola abandonada en la arena; desnuda, abatida por olas de espuma que se despedían regresando al mar.
Había vuelto para subsistir y, al ir abriendo todas las contraventanas, una luz diferente alumbró la estancia y toda la casa entera. Podía empezar de nuevo y vivir de sueños; pero de aquellos sueños que forjaron mi realidad, en esencia mi verdadera historia
Como la caracola, imaginé; que en la playa dorada, dejaba brillar su concha de nácar.

                                                                                  

sábado, 16 de abril de 2016

Hilvanes de amor

RELATO QUE HA OBTENIDO EL PRIMER PREMIO EN EL CONCURSO LITERARIO DE "RELATO BREVE" CONVOCADO POR LA ASOCIACIÓN DE PARKINSON DE ASTORGA, LEÓN. 

Generación tras generación.

Tras los ventanales, Fausto observaba clarear tras el descanso abrigado de la noche. El cielo se hacía visible, silencioso, a medida que los minutos pasaban. Mientras, sujetaba una humeante taza de café caliente, negro y espeso, sin apenas azúcar y, despacio, daba pequeños sorbos saboreando ese aroma tostado que le gustaba tanto.

Amanecía lentamente, cuando descubrió a un gato que cruzaba la calle y desaparecía por una ventana medio rota. Se giró y volvió a mirar hacia la estufa de petróleo que calentaba la estancia. Todavía era temprano y hacía frío, pero había que empezar a unir los paños entrelazando el hilo que ya tenía preparado sobre la mesa de trabajo. Se acercó sin prisas, dejando la taza cerca. Y al tocar las telas, sintió de nuevo placer; ese goce que había experimentado desde niño, cuando se asomaba al taller y oía como su padre y su abuelo Lesmes charlaban al tiempo que daban pespuntes seguidos e iguales, uno tras otro, hasta terminar el encargo que tenían pendiente. Podía ser un traje, un pantalón o quizás, un chaleco cualquiera. Recordaba que eran muchos los clientes que se dejaban los duros por tener un traje a medida y bien hecho. Desde luego, el taller de costura tenía fama en la capital y su nombre era anunciado en el mejor diario nacional. Aquel recuerdo siempre lo emocionaba tanto que, a veces, dejaba caer una lágrima escurrida y floja. Pero, lo interesante de todo aquello era que él había conservado esa esencia de antaño, estando al tanto de todo, (novedades incluidas); siempre absorto en los entresijos de los muchos tejidos que pululaban revueltos por los estantes.
Abandonando el recuerdo, cogió una aguja y empezó a coser…

2015

La actualidad.

La esperanza es la necesidad en la que vivo.

El querer hacer algo logra que se realice, se decía Fausto positivo. Se preguntaba qué es lo que le ocurría últimamente, puede que no se concentrara ya como antes, pues los años habían transcurrido como un suspiro; velozmente y sin aviso. Ahora, el sastre distinguido, maduro, se encontraba en el ocaso de la vida. Sin embargo, aunque seguía confeccionando como entonces, sentía que tras cada hilván aparecía un temblor; tras cada remate, un movimiento rítmico y asustado jugueteaba con sus dedos sin ninguna explicación. Incluso, a veces, no conseguía enhebrar siquiera una simple aguja. Tenía que parar, pues ya no podía; lo posible se hacía imposible. Quizás, la siguiente vez lo conseguiría, ya que nunca se daba por vencido. Pasada la tormenta de la decepción, habría nubes nudosas; pero después, aparecerían los claros entre medias y, de nuevo, afloraría la ilusión, puede que como esa primera vez.

Quiso comentarlo con Marina durante el desayuno, pero sonó el teléfono y ella, curiosa e impaciente, no dejó de hablar durante más de media hora. Era doña Petra, la farmacéutica, que llamaba con el motivo de encargar otro traje de franela para su marido y, con la excusa, ya puso a Marina al corriente de todos los acontecimientos acaecidos en el barrio durante los últimos días. Fausto, vencido por la indiferencia, abandonó la cocina marchando tranquilo para su taller, pensando en si esta vez, quizá llovería o, tal vez no.

Cuando llegó, pulsó el interruptor. Un charco de luz procedente de una lámpara atrapó con su  reflejo toda la estancia, y él se sintió bien, como una mosca retenida en un tarro de dulce miel. Y no quiso pensar, pues la vida era tan hermosa que quiso continuar en ella.
Y aquel fue solamente el comienzo de una larga enfermedad…

Era lunes y sintió rigidez en sus manos. Quería recoser un viejo chaleco de pana verde que ya casi no servía para nada; casi como yo, pensó abatido. Hoy, la tristeza lo había cogido por sorpresa y se lamentaba aturdido, olvidado entre las telas. Marina, aquella mujer diminuta que se había casado con él con un ramo de margaritas, apareció de pronto trayendo un caldo reciente. Se acercó a él y acarició sus sienes, posando los labios en una de sus mejillas. Ahora, ella le ayudaba con los pedidos y, precisamente, traía una gastada libreta para mostrarle los últimos encargos que había anotado en letra de molde. Unos cuantos pantalones para don Fabián y un traje de cuadros para don Sebas, el cual tenía una próxima boda de alto copete. Y claro, todo eran ya prisas sin siquiera poder hacer algún que otro descanso; puede que para mirar las estrellas amontonadas en el firmamento.

Y a Fausto volvieron a temblarle las manos, haciendo que la costura, tan fácil y placentera se convirtiera en tarea frustrante y desesperada. Incluso, beber ese caldo caliente le parecía, ahora, difícil e irrealizable. Y Marina le rodeaba el cuello con sus pequeños brazos y susurraba en su oído palabras de amor…

No es el fin, mi amor… no es el fin. Tan solo es el principio de una aventura.

Los meses pasaron y ya tenía diagnóstico: un trastorno degenerativo del sistema nervioso central conocido como Parkinson. Era una enfermedad crónica y progresiva, por lo que, lógicamente, sus síntomas empeorarían con el paso del tiempo. Fausto, tras unas gafas redondas que no le pegaban, miró con fijeza al médico de bata blanca que tenía delante. Y de pronto, como un soplo de aire fresco, sonrió al tiempo que estrechaba una de sus cálidas manos. Se despidió con alegría; vital como un niño cargado de un montón de sorpresas.

Regresó a casa en sosiego, como si estuviera en un estado de paz y letargo. Iba agarrado del brazo de Marina, dejándose distraer por las nubes que asaltaban el cielo. Puede que hoy volviera a llover, pensó. Entonces, consultó su reloj de cuerda que guardaba en el bolsillo derecho del pantalón. Todavía era temprano y había mucha faena. Y sin aviso, una lluvia fina empezó a caer despreocupada, creyéndose ajena a sus íntimos pensamientos. Y así, eran los sueños de antes los que volvían a revolotear traviesos en su cabeza, dejando atrás, muy lejos, los temblores y las desazones que se escurrían como gotas por los rincones.

Intentó enhebrar con cuidado una fina aguja, aun sintiendo esa culebrilla agarrándolo sin compasión, pretendiendo asustarlo de nuevo.  Pero ese tembleque persistió y esa culebrilla lo consiguió, pues el fino hilo no pudo siquiera traspasar el ojo de la aguja que, una vez más, caía derrotada perdiéndose en un abismo de hilos descolocados. Y las horas pasaron atropelladas en aquel taller de vigas bajas; en aquel lugar de telas sumidas en una costura intemporal; sin que, por lo menos, Fausto pudiera coser dando puntadas aunque fuera, solamente, al revés.

Invierno

El frío había aparecido en forma de prematura nieve. La estufa de petróleo casi no calentaba o, por lo menos, no se percibía su calor. Con mucho esfuerzo, Fausto envolvía el último pedido que Marina llevaría a doña Casilda. El papel se resbalaba entre sus dedos como queriendo escapar; pero con voluntad, al fin logró hacer el paquete, anudándolo como de costumbre. Suspiró de manera profunda. Se sentía muy cansado ya que, apenas, había dormido siquiera unas cuantas horas; era propio de la enfermedad, lo sabía. Aun así, se frotó nuevamente los ojos y se puso aquellas gafas redondas que no le pegaban nada. Cogió con dificultad el envoltorio y se dispuso a echar un pie hacia delante para emprender el paso. Marina estaba esperando en la casa. No podía demorarse más.

La llave giró sobre la cerradura abriendo la pesada puerta, dando lugar a un espacio de retratos antiguos acomodados sobre un mueble de caoba que adornaba el vestíbulo. Una lamparita encendida decoraba la estancia dejando su tenue luz esparcida por las paredes.

Y aquel bulto por encargo se dejó caer en la alfombra, haciendo que Fausto se sintiera apurado y en un estado de sobresalto. Colgó su abrigo en un perchero que parecía caerse por estar lleno, y se quitó la bufanda y la gorra de lana al tiempo que llamaba a Marina arrastrando las palabras.

Nada era ya igual; pero sí podía hacer que, al menos, fuera un reto a superar cada día, cada minuto y cada segundo en una vida dificultosa. Todo era posible con una actitud positiva, ¿por qué no? Todavía quedaba fuerza moral para continuar. Aun así, Fausto luchaba por que su ilusión no se desvaneciera ni se perdiera entre dolores y sensaciones extrañas, como cuando los hilos se esconden entre el tejido y se hacen completamente invisibles. No, no quería eso para él ni para Marina que se preocupaba constantemente. Quería que fuera como antes, como cuando bajaban al río a pescar y se sentaban sobre las piedras a conversar; y contaban las hojas de las margaritas para ver si se seguían queriendo, para descubrir entre risas que todavía era cierto.

Ese día, después de que Marina regresara de hacer el recado, se sentaron juntos a la mesa, como hacían siempre, por rutina. El mantel de cuadros rojiblancos lucía como de costumbre. Un estofado de carne con un excelente vino apetecía en un día tan frío, pero había otra dificultad añadida. El alimento se acumulaba en la boca, pues a Fausto le costaba tragar debido a que los músculos funcionaban con menor eficiencia. No obstante, lo volvió a intentar y no se rindió. No se permitía otra opción. Tragó ayudado por un sorbo de vino tinto. ¡Estaba realmente delicioso! Y sonrió pintando en su rostro un gesto de felicidad. Y ambos se miraron (él con parpadeo lento), como hicieron en otra época, como hacían ahora; llenos de amor y ternura, con complicidad; porque la vida, aun siendo tan imperfecta, quisieron continuar en ella.

Vendrían días amargos con sus penas y desalientos, pero el amor de Marina compensaría todo. ¿Qué era la belleza del amor sino eso? La comprensión de aquella mujer, tan querida y amada, que cuidaba con esmero cada paso que él daba, cada ojal que se abría entre las telas, como una herida que se hacía dentro del alma. Aquella mujer que, con sus palabras de ánimo, curaba los mayores de los desvelos. Ella era, el motor que cada día con sus nubes, y cada noche sin, quizás, sus brillantes estrellas, permanecería a su lado empujando su vida; la de él. Aquel hombre de ojos cansados tras redondas gafas del que se enamoró deshojando margaritas silvestres. Aquel joven al que un día se le ocurrió nacer entre las telas de un taller de vigas bajas.
                                               






sábado, 2 de abril de 2016

Ahora que la vida se me escapa


Ahora que el tiempo es incierto y pasa lento, siento que es cuando más que nunca te extraño…



Fuiste arena, fuiste tierra; tierra que abrasaba mis manos cuando de niño jugaba y me tostaba bajo tu piel canela. Fuiste música cuando escuchaba los ritmos africanos de tus tambores que me arrastraban a soñar con gacelas blancas y como amarras me apresaban el alma. Entonces, me hacían volar como las alondras, libres; dejadas al antojo del viento disfrazado de rojizo polvo.
Fuiste anhelo y desespero cuando con ataduras trabajaba con esfuerzo y un cielo tímido, sin nubes, me contemplaba ajeno a mis amores y desamores. Fuiste lluvia que caía rara vez precipitada en aguacero y mojaba mi alma por dentro, por fuera, sin prisas.
Fuiste mía como tierra, como música, como lluvia y sol. ¡África mía! No te vayas de mi recuerdo, no te pierdas melancólica por mis entrañas. ¡Quédate como huella de mi nostalgia! No te evapores de mis manos, de mis ojos, de mi piel atezada por tu esencia.
Sigue viviendo en mí, ahora que la vida se me escapa… 

domingo, 27 de marzo de 2016

Un concierto para ti

Amelia metió la llave en la cerradura. Detrás, la esperaba Vera aún emocionada; no paraba de hablar ni de hacer un sinfín de preguntas. Hacía tiempo que Amelia no se sentía así por ella; tan feliz, jovial, risueña. Después de aquella tarde, habría un después, un mañana, un no sé todavía por descubrir. Había sido una experiencia única, decidida, quizá, atrevida.
¡Sin duda, había merecido la pena!



Mayo.
La tarde se presentó sosegada, tranquila, como el navío que fondea en la bahía a la espera, puede que del viento, que venga y lo empuje, hacia otro rumbo; el horizonte. Así se sentía ella, serena como la misma tarde. La temperatura era ideal, seca, puede que el ambiente estuviera regado por un poco más del calorcito habitual. Amelia y Vera paseaban juntas, ligadas, sin soltar amarras, cogidas de la mano, como siempre; lo que tenían acostumbrado. Se acercaba la hora del concierto y decidieron darse prisa, no demorarse más entre un helado, palomitas y caracolas de caramelo.
Las terrazas seguían abarrotadas; Amelia reparó en los camareros que servían refrescos con celeridad, casi sin aliento para llegar a tiempo. Bajaban hacia la plaza sorteando a los turistas que, con sus cámaras entre manos, hacían fotos sin ton ni son; fotos y más fotos, en compañía o sin ella, un rostro aquí, un recuerdo allá. Un instante, la sonrisa.
Un gato corría asustado por los tejados. Vera se agarraba de la chaqueta de Amelia con fuerza. A veces, se sentía insegura, perdida, pequeña. Lo era; pequeña, para ella, para Amelia, aún habiendo cumplido los catorce; su niña, su vida, la flor nacida bajo un cielo de abril.
           
            Al fin, llegaron al teatro, rodeando, deshaciendo una vuelta o innovando otro camino; ignorando recovecos y olvidando los rincones. El cartel principal anunciaba a un conocido concertista. La gente se arremolinaba en las puertas abiertas. Con paciencia, Amelia y Vera lograron circular a través de la multitud, dejando atrás a los que, a última hora, compraban sus entradas en taquilla.

 
Platea central, palco 16, butacas 4 y 5, especificó una señorita ataviada de uniforme al tiempo que les entregaba el programa.
—Gracias, muy amable— dijo Amelia con un hilo de voz casi ahogado por el murmullo de la gente que quedaba atrás.
Vera seguía a su lado y como en otras ocasiones, no decía nada, solo esperaba el acaecer de lo que aconteciera, tanto si era sorpresa o la misma indiferencia; un ahora, el después, para ella algo, el todo o la nada.
Tropezó al chocar de frente con los escalones.

            Tenían el sitio perfecto, aunque cualquier zona era idónea para escuchar. Amelia sentó a Vera a su lado, ya más aquietada. Se aferró de su mano, menudita, aún un poco nerviosa en sus movimientos, haciendo jugar a Amelia entre sus dedos, traviesa y un poco saltarina. Era la primera vez que iban juntas a un concierto y el entusiasmo que sentía la niña era de lo más natural.
—¡Mamá! ¿Empieza ya?— dijo elevando la voz.
—¡Sí, cariño! Tan solo faltan cinco minutos y la música comenzará.
           
            El interior seguía siendo precioso; sus pinturas del techo en las que aparecía Talía, la musa del teatro. Los antepechos de los palcos, las finas columnillas de hierro, la embocadura del escenario y el espectacular telón de boca, hacían de la sala una belleza excepcional y a la vez, caprichosa.

            Las luces se apagaron, quedando solo el tenue amarillo limón de las luces de emergencia. El pianista salió a escena situándose a la izquierda de un piano de cola. El público aplaudía efusivamente. De inmediato, el silencio mudo se acopló a los presentes dejando el espacio al descubierto: el artista y su instrumento, presentándose inseparables bajo el vaporoso reflejo de unos focos ambarinos.
            La música comenzó a latir; primero, lenta y acompasada para luego, dejar fluir unas notas más elevadas; subían de tono para acariciar el alma, envolventes y sugerentes; haciendo que Amelia cerrara sus ojos para desear un sueño, que por el momento, era imposible.
           
            Sonata nº 3 en Si Menor de Chopin... Pensó en Javier, su marido; hubiera disfrutado del momento tanto como ella, seguro; pero se había quedado en la cama con fiebre. Observó a Vera, embobada, cautivada por la melodía. ¡Era tan guapa! Ni siquiera se movía un ápice, ni decía nada, aunque fuera bajito, susurrando. Nada de nada, solamente escuchaba, se dejaba querer por la sinfonía que hormigueaba en ella, etérea, dejando esencia en su infantil mirada, que no lo era, no existía, se había perdido con el tiempo, ocultada hasta no saber cuándo.
           
            Terminó. Fin. Todos palmoteaban sin cesar y ovacionaban con estrépito. ¡Bravo! ¡Bravo!, elogios llenos de fogosidad. El concierto fue un éxito, todo el mundo parecía contento; hablaban unos con otros dando muestras de su agrado, de la elegancia y destreza del concertista, de su talento sin precedentes.
Amelia se giró sobre sus pies y abrazó cariñosamente a Vera que sonreía tímida, todavía acompañada de la dulce armonía, que parecía surgir otra vez y una más en su  inquieta cabecita.
—¿Te ha gustado, Vera?
—Mami, ¡¿qué si me ha gustado?! Ha sido como un cuento de princesas, de los que tú me contabas.
Amelia dio besos a su hija, cien, mil quizás. Las lágrimas se sumergían en sus ojos para después caer precipitadas.
—¿Por qué lloras, mamá?— preguntó la niña buscando su cara, sintiendo a la vez sus manos mojadas.
—Estoy contenta, Vera. Lloro de felicidad, como las estrellas cuando nos dan sus destellos y nos traen su luz y alegría, como sucede en las historias y en los cuentos que te leía hace tiempo y que recuerdas. Los destellos son mis lágrimas, que salen de mí para llegar a ti, en forma de perlas que se convierten en besos, en besos de azúcar y de confite.
            Vera se levantó de la butaca sujetándose a su madre. Salieron sin ruido, juntas, dejándose entrever en la exterioridad. La noche parecía asomar, despejada y clara. La calima de la tarde aparentaba fugarse pues una brisa ligera revolvía las hojas de la acera. Amelia y Vera permanecían en silencio, sumidas quizá por el placer del momento. De pronto, una vocecilla mecida se oyó bajo la luna.
—Mami, descríbeme el teatro y lo que más te ha gustado. ¡Cuéntame! Y te diré que, aunque mi ceguera me impida ver, no importa. No me niega lo mejor, estar a tu lado y compartir la belleza de las pequeñas cosas, el valor de lo que muchos no aprecian con sus ojos que ven.

La llave giró sobre la cerradura, la puerta crujió y se abrió perezosa.
Javier estaba esperando.
            

jueves, 17 de marzo de 2016

Entre viñedos

“Una escena de recolección. En un primer plano, se observa un pretil a modo de cercado. Sobre él están sentados un caballero y una dama. Éste le ofrece un racimo de uvas que ella acepta sin tardanza. Un niño que está de espaldas, alza sus brazos como si también quisiera cogerlas. Aparece, además, una vendimiadora con un cesto a la cabeza lleno de racimos y en actitud de espera, por si el caballero y la dama quisieran coger más uvas. Más allá del pretil, y en el paisaje de viñas, puede apreciarse a dos vendimiadores en pleno trabajo. El colorido es luminoso y claro; hay un predominio de tonos suaves y delicados”.

Volvía de nuevo a casa para últimos de septiembre. El verano había pasado sin contratiempos. Un poco de playa compartido con la montaña, con unas cuantas amigas que ya volvían a la rutina y a la misma cotidianidad de siempre. Mi viaje fue tranquilo, en el tren de las 14:50.  Al cabo de unas horas mi padre me recogía en la estación  todo contento por mi regreso.
En la casa familiar me esperaban impacientes y con ganas de volver a verme…
El paisaje había cambiado. Los colores se mostraban tornadizos por la pronta llegada del otoño. Las hojas caían repentinas sobre lo que había sido una alfombra de hierba verde. Ahora, el jardín se confundía por un tapiz húmedo debido a la hojarasca que día tras día se acumulaba lenta y pausadamente; unas veces arrastrada por el viento y otras, simplemente, amontonada por la presurosa decadencia del verano. Las flores de la balaustrada habían mudado sus avivadas hojas por ajadas y deslucidas ramas. La broza resurgía sin clemencia sombreando el cenador y, de repente, noté que la nostalgia de tiempos pasados me aturdía y me regalaba aquellos recuerdos que creía perdidos, uno a uno como sacados de mis cuentos de infancia.
Una mesa cubierta por un mantel azul celeste embellecía el porche. En el centro, un jarrón con las últimas flores ya mustias y sin color hacía de triste adorno sobre la tela. Unas sillas gastadas  se colocaban a su alrededor desoladas, vacías, sin la presencia de la familia que ya se cobijaba en la casa grande, deseando que el  placentero calor de la chimenea renaciera de las pequeñas ascuas que empezaban  a hacerse notar, encendidas y chisporroteantes.
Al entrar me envolvió el murmullo de las voces familiares que provenían del salón; mis abuelos, mis tíos y primos permanecían junto a mi madre que seguía sentada en su silla, como de costumbre,  mirando por el ventanal hacia la verja de detrás de los álamos. Con la vista fija tras sus redondas gafas continuaba en calma, con la querencia de la llegada después de tanto… sí, de mucho tiempo. Años que, quizá, habían transcurrido ahogados en el dolor amargo de la ausencia. Por mi parte, deseaba que algún día ese tiempo fugado que nos había dejado vencidos, se hiciera cargo del desenlace y, al fin, nos dejara conquistar aquello que con vano afán habíamos dejado abandonado. Y creí que, si el corazón se resentía por la penosa distancia, ahora era el momento de humedecer las fuentes de esa soledad que había compartido nuestras vidas, sin lamentarse por las heridas que como muros se habían cernido quedamente entre nosotros. Y pensé en mi madre que, cuando me vio partir,  aturdida creyó que no tendría ya vida. Ahora, sin embargo, me veía sonreír y yo me encontré en su luz, la de ella… reflejo de un amor que volvía al nido como quien dice; y entonces me di cuenta que, al fin, el tiempo se había hecho cargo y  nos abría sus puertas de nuevo así sin más dilación en su paso, para reconquistar aquello que creíamos enterrado.
La tarde, y después la cena transcurrieron en un suspiro, llenando el ambiente de variados detalles de los acontecimientos sucedidos en los años que yo me había ausentado. Así, con el corazón mitigado por la nostalgia y dejando de lado el desaliento y los fracasos, nos fundimos perezosamente en el refugio de la acallada noche.
Antes de que llegara el alba me desperté con el alboroto procedente del piso de abajo. Era una jornada especial en la casa grande. Toda la familia se juntaba para la vendimia, como por tradición se hacía. Me levanté con apuro, con el pelo alborotado y el pijama de cuadros todavía oprimiendo mis caderas. Desde la cocina mis primos gritaban mi nombre para el desayuno. El olor a café y pan recién horneado subía por la escalera, topándose con el frío amanecer que anunciaba el nuevo día.

Después subimos atropelladamente a la vieja camioneta. Los últimos, mis abuelos; llevaban las cestas repletas con el almuerzo. Ya no parábamos hasta llegar a las viñas, unos cuántos kilómetros en dirección sur. Y al fin, nos mezclábamos entre los viñedos que nos salpicaban con sus esencias más dulces, mojándonos de jugos azucarados, endulzando nuestro mundo de un placentero deleite difícil de dejar olvidado…


Ante todos se mostraba un paisaje colmado de uvas maduras expuestas al sol; algunas tan bonitas que parecían de adorno, enceradas y prietas…caprichosas. ¡Una delicia observarlas arracimadas y apretujadas! Luego, era mi abuelo acompañado por mi padre y mi tío Fausto los que elegían los racimos de modo selectivo, haciendo honor de la mucha experiencia que tenían  de los pródigos años de faena. Mientras, yo imaginaba el vino ya embotellado; espumoso, generoso y delicioso,  pues contemplaba dichos racimos agrupados, ya dispuestos en capazos varios que, posteriormente, las mujeres subían al maltrecho remolque del tractor de mi tío. Es cierto que nos levantábamos y agachábamos sin cesar, una y otra vez, de sol a sol parando un rato para el almuerzo; pero era bonito y real, algo sólido que crecía de forma gradual en nuestro interior. Un reencuentro familiar que se revivía cada año…














Museo del Prado
— Disculpe, señora. Quedan escasamente diez minutos para cerrar el museo — dijo de pronto a mis espaldas una pausada voz.
— ¡Oh, perdón! Se me ha pasado el tiempo deprisa. ¡Muchas gracias por el aviso! — contesté desorientada a modo de excusa.
Me levanté con premura del asiento que ocupaba frente al cuadro. Desvié lentamente la vista hacia la salida de la sala, quedando grabada como a fuego la imagen de las uvas como símbolo de la estación de otoño. Desperté poco a poco de mi recuerdo, aquel que el cuadro me había traído como regalo de mi juventud perdida. ¿El cuadro? “La vendimia o El otoño”. ¿El pintor? Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo de estilo rococó, pintado para los tapices que irían destinados al comedor del Príncipe del palacio de El Pardo en Madrid. Aquí se hallaba expuesto, pero la  escena de los campos de recolección junto con sus personajes, se iba desvaneciendo a medida que yo me iba alejando hacia la puerta de salida del museo.
Afuera, el viento gélido de diciembre congeló mi recuerdo. Volví a la realidad; las luces de los coches iluminaban la oscuridad de la noche. Laura me estaba esperando.



29 de Marzo de 2012
Antigua Librería “HojaCreativa”
Presentación de la primera Novela de Cecilia  M. Julger
20:00 horas. Sala Dorada.

            Estaba inmensamente feliz rodeada de tantos amigos y seres queridos. Laura y los niños sonreían en sus asientos. Alfredo se ocultaba detrás de su cámara que no paraba de capturar imágenes del evento. El tiempo pasaba, y yo continuaba firmando ejemplares y agradeciendo a todos su esfuerzo por asistir. Después, me tomé unos minutos, y a continuación les dirigí unas emotivas palabras:
“Con esta novela no he pretendido tener éxito en el mundo editorial. Solamente he querido dejar a los míos, en especial a mi hija Laura y su marido Alfredo junto con mis cinco nietos, una historia que me surgió de un cuadro, de repente; pero una historia real de un recuerdo pasado. Un relato de mi vida que no quiero que desaparezca, quizá porque ahora en nuestro mundo moderno esas cosas no se lleven. Pero que, sin embargo, fue la esencia de vidas felices, de valores familiares y de risas de una juventud querida y ansiada. Una mocedad enriquecida por el amor que nos mostró y nos dio la madre naturaleza; con sus viñas de uvas madurando al sol; que hacían que nuestro trabajo fuera gratificante y con significado. Que nos enseñó valiosas lecciones de cómo vivir la vida sin banalidades y necedades. Quiero que mis nietos sepan cómo era esta clase de vida, y por eso les dedico mi libro; mis palabras escritas con un inmenso cariño. Muchas gracias por su asistencia, y espero que aún a mis 80 años pueda seguir dejando huella en ustedes”.
La velada terminó tarde y la librería cerró sus puertas apagando sus últimas luces.

Con el paso del tiempo, “Entre viñedos” tuvo muy buena aceptación entre los lectores, editándose nuevamente en ocasiones varias y traduciéndose a otros idiomas.
En noviembre de 2014, un día gélido y frío, Cecilia falleció en la casa grande rodeada de todos los suyos. La de antaño, la casa en la que se reunía toda la familia para la vendimia. Se marchó, sí. Pero dejó su historia, la que no quiso que se perdiera en un silencio olvidado.
Ahora… es nuestra historia.
La mía y la de mis hermanos…

miércoles, 16 de marzo de 2016

Como cada lunes





Como cada lunes salía temprano de casa, bajaba la cuesta y esperaba pacientemente su llegada. De vez en cuando, se asomaba a la calle por si lo veía aparecer a lo lejos. Mientras tanto, frotaba sus manos con ansiedad y se movía de un lado a otro, deseando escuchar aquel  acostumbrado resonar. Solía acudir  siempre a la misma hora del día, muy pronto por la mañana. Pero, a veces, él retrasaba su venida, quizás por el tiempo o porque la gente lo entretenía demasiado. ¡O quién sabe!- pensaba ella, tal vez, hubiera cambiado su suerte y ya, no lo vería venir en la distancia con su bicicleta vieja y aquel dulce toque musical que daba aviso de su presencia. Continuaba nerviosa, manoseando algo en el interior de su cesta. Sí, claro, se habría demorado por alguna circunstancia y aunque hacía frío decidió quedarse otro rato. El roce del metal tintineaba dentro de la canasta. ¿Qué haría si él no aparecía? Volvió a fisgar en la lontananza y al fin, divisó una figura que le era familiar. El pedaleo constante sobre el  gastado adoquín, el suave roce de los labios produciendo aquel sonido  tan usual mezclado perezosamente con el  chirriar  de los ejes de su cascada bici.

En la lejanía, acercándose con lentitud, aquella silueta en la que tanto pensaba. Su aspecto juvenil, un poco descuidado, traía tantos recuerdos a su memoria, tantas historias tejidas en su cabeza. Los días habían transcurrido con una parsimonia tan confusa, que su deseo de volver a verlo se había tornado intenso. Sin embargo, a la vez, sentía un leve cosquilleo en su interior, una mezcla de desasosiego y bienestar propios de la adolescencia. Notó las manos frías, la garganta seca. ¡Tengo que serenarme!- se dijo intentando parecer tranquila, desapercibida entre las demás mujeres que salían de sus casas al  oír el habitual silbido. Se juntaron a ella, saludando efusivamente al hombre que llegaba. Allí estaba él. Sus ojos castaños brillaban al sonreír como luciérnagas de colores en la noche oscura. De inmediato, empezó a recoger de acá para allá  utensilios y otros tantos, desafilados por la frecuente monotonía. Ella, temblaba. Tímida, abrió su canasta, sacando un par de cuchillos y un gastado cortaplumas. Aproximándose, se los extendió, evitando su mirada. Las otras, cotorreaban sin apenas parar, sin percatarse que ese momento, era un detenerse del tiempo para vivir ella. Para imaginar su existencia de una forma inexistente.
No obstante, nada había cambiado. Él, se marcharía dejando vacía su alma.
Todo seguiría igual y, como cada lunes, el afilador aguzaría deslucidos cuchillos  que ella, abandonaba triste en su cesta de paja.

  

jueves, 10 de marzo de 2016

Metamorfosis del corazón

En la espesura inquietante del corazón, se escuchaba una voz lejana, la pasión...  No camines sola, no cantes a la luna; mujer que fuiste creada bajo diferente cultura. No pretendas buscar nada. Ni viajes ni elijas, no estudies ni trabajes... no quieras ir sobre alas en busca de un horizonte que no va a ninguna parte. Ni soñar te es posible porque todo te lo prohíben, no esperes ir más allá de lo que consideran límite. Quieres siempre pensar que el mundo es diferente, que la ética en particular también te corresponde. Sólo buscas libertad que nadie pretende darte, sólo quieres desear que alguien pueda amarte.
            En el mutismo, las nubes. Paseando entre ellas la suave vocecilla pululaba y en el silencio de la noche canturreaba...  ¿Dónde estás, mujer...? Estoy aquí. Donde las ilusiones viven, donde la esperanza nace. Donde el alma se viste de mí misma como ser que existe; donde el amor no muere pues mi candor lo alienta. ¿Dónde habitas, mujer...?  Aquí, en un lugar... donde aún bajo el yugo humano mi frágil vida no quiebra. Donde todavía corren mis lágrimas en libertad. Donde mis pensamientos vuelan a través de la soledad. Donde mi corazón renace en un mar de fragilidad.
            Pero el eco de aquella voz era más profundo y melancólico. Susurraba errante en su interior, suspiraba, resurgía como flor que anhela reverdecer con el sol y escuchaba con dolor...
La mujer sentía... Podrán mis ojos nublarse por lluvia de lágrimas finas, podrá mi rostro apagarse por su lento caminar heridas. Podrá mi corazón ahogarse por el viento gélido que lo mece... Podrá mi alma estremecerse en unos brazos abiertos y quizás confundirse acurrucada en recuerdos; pero mi espíritu quieto, lo ignoto de todo mi ser, nunca con el paso podrá liviano desvanecerse en un espacio inexistente.
                        Y de nuevo la nostalgia, aquella VOZ latía y la decía: “Podrán los pájaros volar por el añil del cielo, podrán los besos curar las heridas de tu pecho, sobre el tiempo y el espacio sin renunciar al mar, ni al viento. Buscaré el sendero que me lleve hacia el regalo de tus besos y te soñaré cerrados los ojos, so pena de abrirlos y no verte; Mujer que eres y existes y en mi pensamiento constante subsistes”.-