RELATO QUE HA OBTENIDO EL PRIMER PREMIO EN EL CONCURSO LITERARIO DE "RELATO BREVE" CONVOCADO POR LA ASOCIACIÓN DE PARKINSON DE ASTORGA, LEÓN.
Generación tras
generación.
Tras los
ventanales, Fausto observaba clarear tras el descanso abrigado de la noche. El
cielo se hacía visible, silencioso, a medida que los minutos pasaban. Mientras,
sujetaba una humeante taza de café caliente, negro y espeso, sin apenas azúcar y,
despacio, daba pequeños sorbos saboreando ese aroma tostado que le gustaba
tanto.
Amanecía
lentamente, cuando descubrió a un gato que cruzaba la calle y desaparecía por
una ventana medio rota. Se giró y volvió a mirar hacia la estufa de petróleo
que calentaba la estancia. Todavía era temprano y hacía frío, pero había que
empezar a unir los paños entrelazando el hilo que ya tenía preparado sobre la
mesa de trabajo. Se acercó sin prisas, dejando la taza cerca. Y al tocar las
telas, sintió de nuevo placer; ese goce que había experimentado desde niño,
cuando se asomaba al taller y oía como su padre y su abuelo Lesmes charlaban al
tiempo que daban pespuntes seguidos e iguales, uno tras otro, hasta terminar el
encargo que tenían pendiente. Podía ser un traje, un pantalón o quizás, un
chaleco cualquiera. Recordaba que eran muchos los clientes que se dejaban los
duros por tener un traje a medida y bien hecho. Desde luego, el taller de
costura tenía fama en la capital y su nombre era anunciado en el mejor diario
nacional. Aquel recuerdo siempre lo emocionaba tanto que, a veces, dejaba caer
una lágrima escurrida y floja. Pero, lo interesante de todo aquello era que él
había conservado esa esencia de antaño, estando al tanto de todo, (novedades
incluidas); siempre absorto en los entresijos de los muchos tejidos que
pululaban revueltos por los estantes.
Abandonando el
recuerdo, cogió una aguja y empezó a coser…
2015
La actualidad.
La esperanza es la necesidad en la que vivo.
El querer hacer
algo logra que se realice, se decía Fausto positivo. Se preguntaba qué es lo
que le ocurría últimamente, puede que no se concentrara ya como antes, pues los
años habían transcurrido como un suspiro; velozmente y sin aviso. Ahora, el
sastre distinguido, maduro, se encontraba en el ocaso de la vida. Sin embargo,
aunque seguía confeccionando como entonces, sentía que tras cada hilván
aparecía un temblor; tras cada remate, un movimiento rítmico y asustado
jugueteaba con sus dedos sin ninguna explicación. Incluso, a veces, no
conseguía enhebrar siquiera una simple aguja. Tenía que parar, pues ya no podía;
lo posible se hacía imposible. Quizás, la siguiente vez lo conseguiría, ya que nunca
se daba por vencido. Pasada la tormenta de la decepción, habría nubes nudosas;
pero después, aparecerían los claros entre medias y, de nuevo, afloraría la
ilusión, puede que como esa primera vez.
Quiso comentarlo
con Marina durante el desayuno, pero sonó el teléfono y ella, curiosa e impaciente,
no dejó de hablar durante más de media hora. Era doña Petra, la farmacéutica, que
llamaba con el motivo de encargar otro traje de franela para su marido y, con
la excusa, ya puso a Marina al corriente de todos los acontecimientos acaecidos
en el barrio durante los últimos días. Fausto, vencido por la indiferencia,
abandonó la cocina marchando tranquilo para su taller, pensando en si esta vez,
quizá llovería o, tal vez no.
Cuando llegó,
pulsó el interruptor. Un charco de luz procedente de una lámpara atrapó con
su reflejo toda la estancia, y él se
sintió bien, como una mosca retenida en un tarro de dulce miel. Y no quiso pensar,
pues la vida era tan hermosa que quiso continuar en ella.
Y aquel fue
solamente el comienzo de una larga enfermedad…
Era lunes y
sintió rigidez en sus manos. Quería recoser un viejo chaleco de pana verde que
ya casi no servía para nada; casi como yo, pensó abatido. Hoy, la tristeza lo
había cogido por sorpresa y se lamentaba aturdido, olvidado entre las telas.
Marina, aquella mujer diminuta que se había casado con él con un ramo de
margaritas, apareció de pronto trayendo un caldo reciente. Se acercó a él y
acarició sus sienes, posando los labios en una de sus mejillas. Ahora, ella le
ayudaba con los pedidos y, precisamente, traía una gastada libreta para
mostrarle los últimos encargos que había anotado en letra de molde. Unos
cuantos pantalones para don Fabián y un traje de cuadros para don Sebas, el
cual tenía una próxima boda de alto copete. Y claro, todo eran ya prisas sin siquiera
poder hacer algún que otro descanso; puede que para mirar las estrellas
amontonadas en el firmamento.
Y a Fausto
volvieron a temblarle las manos, haciendo que la costura, tan fácil y
placentera se convirtiera en tarea frustrante y desesperada. Incluso, beber ese
caldo caliente le parecía, ahora, difícil e irrealizable. Y Marina le rodeaba
el cuello con sus pequeños brazos y susurraba en su oído palabras de amor…
No es el fin, mi amor… no es el fin. Tan solo es el
principio de una aventura.
Los meses
pasaron y ya tenía diagnóstico: un trastorno degenerativo del sistema nervioso
central conocido como Parkinson. Era una enfermedad crónica y progresiva, por
lo que, lógicamente, sus síntomas empeorarían con el paso del tiempo. Fausto,
tras unas gafas redondas que no le pegaban, miró con fijeza al médico de bata
blanca que tenía delante. Y de pronto, como un soplo de aire fresco, sonrió al
tiempo que estrechaba una de sus cálidas manos. Se despidió con alegría; vital
como un niño cargado de un montón de sorpresas.
Regresó a casa
en sosiego, como si estuviera en un estado de paz y letargo. Iba agarrado del
brazo de Marina, dejándose distraer por las nubes que asaltaban el cielo. Puede
que hoy volviera a llover, pensó. Entonces, consultó su reloj de cuerda que guardaba
en el bolsillo derecho del pantalón. Todavía era temprano y había mucha faena. Y
sin aviso, una lluvia fina empezó a caer despreocupada, creyéndose ajena a sus
íntimos pensamientos. Y así, eran los sueños de antes los que volvían a revolotear
traviesos en su cabeza, dejando atrás, muy lejos, los temblores y las desazones
que se escurrían como gotas por los rincones.
Intentó enhebrar
con cuidado una fina aguja, aun sintiendo esa culebrilla agarrándolo sin
compasión, pretendiendo asustarlo de nuevo.
Pero ese tembleque persistió y esa culebrilla lo consiguió, pues el fino
hilo no pudo siquiera traspasar el ojo de la aguja que, una vez más, caía
derrotada perdiéndose en un abismo de hilos descolocados. Y las horas pasaron
atropelladas en aquel taller de vigas bajas; en aquel lugar de telas sumidas en
una costura intemporal; sin que, por lo menos, Fausto pudiera coser dando
puntadas aunque fuera, solamente, al revés.
Invierno
El frío había
aparecido en forma de prematura nieve. La estufa de petróleo casi no calentaba
o, por lo menos, no se percibía su calor. Con mucho esfuerzo, Fausto envolvía
el último pedido que Marina llevaría a doña Casilda. El papel se resbalaba
entre sus dedos como queriendo escapar; pero con voluntad, al fin logró hacer
el paquete, anudándolo como de costumbre. Suspiró de manera profunda. Se sentía
muy cansado ya que, apenas, había dormido siquiera unas cuantas horas; era
propio de la enfermedad, lo sabía. Aun así, se frotó nuevamente los ojos y se
puso aquellas gafas redondas que no le pegaban nada. Cogió con dificultad el
envoltorio y se dispuso a echar un pie hacia delante para emprender el paso.
Marina estaba esperando en la casa. No podía demorarse más.
La llave giró
sobre la cerradura abriendo la pesada puerta, dando lugar a un espacio de
retratos antiguos acomodados sobre un mueble de caoba que adornaba el
vestíbulo. Una lamparita encendida decoraba la estancia dejando su tenue luz
esparcida por las paredes.
Y aquel bulto
por encargo se dejó caer en la alfombra, haciendo que Fausto se sintiera
apurado y en un estado de sobresalto. Colgó su abrigo en un perchero que parecía
caerse por estar lleno, y se quitó la bufanda y la gorra de lana al tiempo que
llamaba a Marina arrastrando las palabras.
Nada era ya
igual; pero sí podía hacer que, al menos, fuera un reto a superar cada día,
cada minuto y cada segundo en una vida dificultosa. Todo era posible con una
actitud positiva, ¿por qué no? Todavía quedaba fuerza moral para continuar. Aun
así, Fausto luchaba por que su ilusión no se desvaneciera ni se perdiera entre
dolores y sensaciones extrañas, como cuando los hilos se esconden entre el
tejido y se hacen completamente invisibles. No, no quería eso para él ni para
Marina que se preocupaba constantemente. Quería que fuera como antes, como
cuando bajaban al río a pescar y se sentaban sobre las piedras a conversar; y
contaban las hojas de las margaritas para ver si se seguían queriendo, para
descubrir entre risas que todavía era cierto.
Ese día, después
de que Marina regresara de hacer el recado, se sentaron juntos a la mesa, como
hacían siempre, por rutina. El mantel de cuadros rojiblancos lucía como de
costumbre. Un estofado de carne con un excelente vino apetecía en un día tan
frío, pero había otra dificultad añadida. El alimento se acumulaba en la boca,
pues a Fausto le costaba tragar debido a que los músculos funcionaban con menor
eficiencia. No obstante, lo volvió a intentar y no se rindió. No se permitía
otra opción. Tragó ayudado por un sorbo de vino tinto. ¡Estaba realmente
delicioso! Y sonrió pintando en su rostro un gesto de felicidad. Y ambos se
miraron (él con parpadeo lento), como hicieron en otra época, como hacían
ahora; llenos de amor y ternura, con complicidad; porque la vida, aun siendo
tan imperfecta, quisieron continuar en ella.
Vendrían días
amargos con sus penas y desalientos, pero el amor de Marina compensaría todo.
¿Qué era la belleza del amor sino eso? La comprensión de aquella mujer, tan
querida y amada, que cuidaba con esmero cada paso que él daba, cada ojal que se
abría entre las telas, como una herida que se hacía dentro del alma. Aquella
mujer que, con sus palabras de ánimo, curaba los mayores de los desvelos. Ella
era, el motor que cada día con sus nubes, y cada noche sin, quizás, sus brillantes
estrellas, permanecería a su lado empujando su vida; la de él. Aquel hombre de
ojos cansados tras redondas gafas del que se enamoró deshojando margaritas
silvestres. Aquel joven al que un día se le ocurrió nacer entre las telas de un
taller de vigas bajas.